EL CLAVO, DE RAFAEL GIL (1944)
Rafael Gil es uno de los más
reputados cineastas “oficiales” del franquismo y su carrera abarca desde 1941
hasta 1983. Madrileño, nacido el 22 de mayo de 1913 y fallecido en 1986. Formó
parte del Grupo de Escritores Independientes durante los años 30. En el
transcurso de la Guerra
Civil trabajó en
documentales para el gobierno republicano,. Posteriormente realizó un tipo de cine patriotero, conservador
y franquista, aunque no siempre fue así. En su larga filmografía abunda más lo
malo que lo bueno, pero bien pueden destacarse como logros, o casi, las
siguientes películas.
1941.- El hombre que se quiso
matar
1942.- Viaje sin destino
1943.- Huella de luz
1943.- Eloísa está debajo de un
almendro
1944.- El fantasma y Doña Juanita
1946.- La pródiga
1947.- La fe
1947.- Don Quijote de la Mancha
1948.- La calle sin sol
1948.- Mare Nostrum
1951.- El gran galeoto
1956.- La gran mentira
1957.- Camarote de lujo
Del resto, y no son precisamente
pocas, mejor olvidarse. Artesano sólido, apto lo mismo para un roto que para un
descosido, llegó a tener su propia productora “Coral Films”. En la comedia con
toques fantásticos brilló en las cinco primeras que se citan (especial mención
para “Eloísa está debajo de un almendro” (Jardiel Poncela), su “Don Quijote” es
muy estimable. Tambien tiene su “extravagancia” en “La gran mentira”, cine
dentro del cine que merece ser revisada más de una vez, su melodrama con gran estrella
(“Mare Nostrum”, María Félix) e incluso su película “social”: “La calle sin
sol”. Pero lo más personal de este cineasta se incluye entre lo que podríamos
denominar “cine de levita”. Y dentro de este apartado (“La pródiga”, “La fe”,
El gran galeoto”), la más destacada es, en mi opinión, “El clavo”. Algo más que
un buen film.
EL CLAVO
El enorme impacto comercial
logrado por la interesante “El escándalo” (José Luis Sáenz de Heredia, 1943),
pone de inmediato de moda el subgénero “con levita”, caracterizado por contar
con una fuerte base literaria y por demostrar una especial preferencia por el
anacronismo ambiental del siglo XIX. Vistas así las cosas, uno de los más
prestigiosos realizadores del momento, Rafael Gil, se adscribe a tan eficaz
experiencia cinematográfica adaptando, de igual modo que la película de Sáenz
de Heredia, una novela del lacónico, decadente y hoy olvidado Pedro Antonio de
Alarcón: “El clavo”.
Obviamente, el esperado éxito de
la cinta se confirma siendo su película más premiada en el año de su estreno, y
alcanzando, al igual que “El escándalo”, la máxima cota de licencias de
exportación: 15. Su grandilocuencia narrativa, el melodramatismo folletinesco
de la historia y su bien escogido reparto, con una Amparo Rivelles y un Rafael
Durán en la cumbre de sus respectivas carreras, hacen furor entre el público de
los años 40. En cualquier caso, y pese a la buena fortuna que sonríe al film,
no deja de ser éste – aparentemente -.un producto de dudoso mérito que
difícilmente logra superar el instante y la circunstancia específicos para los
cuales fue configurado. Todo en él es tan poco creíble que hasta lo que podía
ser una hermosa leyenda popular acaba por convertirse en un relato falso, lleno
de demasiadas casualidades, en donde todo tiende a ser torpemente emocional y
fastuoso. En gran medida la película la sentimos como encorsetada bajo
imperativos de época, que oscilan desde la firmeza moral que preside toda la
historia hasta el partidista concepto de la justicia y la religión con el que
se da solución a tan enrevesado drama.
Tal vez solo las buenas intenciones ambientales logran cierta relevancia, pese a que en demasiadas ocasiones hay como un oculto deseo por abrir lugares y espacios. En efecto, la película se ve cerrada en si misma y el entorno escénico tiende asiduamente a transformarse en un decorado más teatral que cinematográfico. A su vez, los personajes, obviando sin duda la excelente presencia de Juan Espantaleón en el papel del secretario Medina, muestran tal severidad y falta de espontánea entrega que acaban por adueñarse de una tipología profundamente irreal y hermética. A ello, sin duda, contribuye además la intensa carga literaria que preside “El clavo” y de la cual Rafael Gil parece no saber huir en ningún momento. Muy al contrario favorece el abusivo y constante uso de la acción dialogada en detrimento de situaciones descriptivas de mayor intención visual. Desde el inicio y hasta los momentos finales todo se expresa a través de palabras, sin que nada pueda sugerirse mediante la utilización estrictamente cinematográfica de las imágenes. Tal vez así nada se deja al acecho de la imaginación y toda premisa ideológica queda cerrada a posibles conjeturas ajenas a los deseos del relato. Es por ello que cuanto se expresa en torno a las relaciones amorosas, el matrimonio, la familia, las clases sociales, Dios y las debilidades (crimen) justificadas del ser humano, alcanzan un único fundamento contra el que no es posible interferir ni dudar. En definitiva, “El clavo” responde perfectamente a los intereses generalizados del cine español de los años 40, con su carga emocional y ética, con su heroína víctima de las circunstancias adversas y que lucha contra lo imposible, al igual que el héroe propio de las películas de ambiente militar combate contra su eterno enemigo y con toda esa atmósfera de elevados ideales a los que solo los privilegiados tienen seguro acceso.
Hasta aquí todos los pesados
lastres que se dan cita en “El clavo” y que parecen invalidarla en cuanto
creación cinematográfica. La habilidad de Gil consiste en pelearse contra todo
esto y salir airoso de tan desigual lid. Su notable caligrafismo a lo Soldati,
por ejemplo, y conocimiento del medio (según parámetros establecidos en el
melodrama de Holywood) se revelan más que suficientes para negar todo lo
anteriormente escrito. Y es así y no de otra manera que “El clavo” deviene en una excelente película.
No era baladí la cuestión. “El clavo” no es en absoluto arqueología sino
vivencia. Entonces y ahora. Compruébese.
Luis Betrán
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