miércoles, 27 de agosto de 2014

UNA DIGRESIÓN SOBRE JOHN FORD (FINAL)

ACERCAMIENTO A FORD EN 2014

CONCLUSIÓN

El hecho de que John Ford seas de origen irlandés, no justifica de ningún modo un paralelismo entre su obra cinematográfica y las conciencias épicas. Pero no es absurdo comparar, como ya se ha hecho, algunas de sus epopeyas con tal o cual ciclo de los reyes de la mitología de Erín, en los tiempos en los que el resurgimiento de las dinastías y el desarrollo  de las comunidades constituían la esencia de la historia irlandesa; y se encontrarán ciertos elementos temáticos  de las leyendas galas y/o celtas en “El hombre que mató a Liberty Valance”. Al igual que puede descubrirse cierta analogía entre el ciclo de Fionn y el tema de los caballeros – protectores del débil -, incluso si estos valientes llevan, por lo general, en Ford los emblemas de la Caballería americana (del Norte). En este universo semimítico, los arquetipos se corresponden sin dificultad, y le basta al realizador con un somero punto de apoyo para que la imaginación pase sin esfuerzo de un mito a otro.


Ford gusta, sin duda, de la máxima sencillez en sus temas, por el carácter inmediato con que se aproxima a ellos. ¿Espiritu simple?. Tal vez, pero, sobre todo, hombre que detesta las complejidades, las falsas sutilezas, las “inconveniencias”. Le gusta el aire libre, los espacios abiertos a este ferviente adorador de Arizona y de sus inmensas llanuras solitarias. Le gusta cualquier cosa  con personajes interesantes y con humor, cualquier historia con un decorado pintoresco y que trate de seres humanos.


El humor tiene aquí una importancia capital, salvando precisamente del peligro a la simplificación, aunque suscite a su vez situaciones estereotipadas y personajes del mismo tipo. Los hombres de Ford, puesto que son en muchos aspectos humorísticos, encierran en ellos esta libertad fundamental que va a la par con la aventura y que se distancia a voluntad del código social. La convergencia del humor del Oeste y del humor irlandés explica en gran parte ese tono fordiano que permanece inimitable. Las mujeres de Ford no existen, son hembras absolutamente sumisas a los dictados del esposo o del héroe. Incluso pueden llegar a ser zurradas como sucede en “El hombre tranquilo”. Ford es tan radicalmente misógino como ese genio del cine japonés que se llamó Yasujiro Ozu. Aunque no detectemos en él síntomas gay que si son perceptibles en las películas de Howard Hawks, otro maestro del western.


Es preciso no equivocarse. Ford está profundamente enamorado de América (del Norte), o si se prefiere, de esa América esencial, a medias fabulosa, que no deja de ser confrontada con la verdadera por la mayoría de los mismos estadounidenses. Y es propenso a celebrar la gesta americana – el genocidio – con la mayor buena fe, como alguien que cree en ella totalmente y quiere proporcionar la imagen más generosa posible.
Tiene algo de terrateniente (es de una familia de campesinos) y cuando expresa en su cine su amor a América o su “apoliticismo”, está realmente convencido de ello. Lo piensa y lo cree.  Su humanidad le salva casi siempre de los peligros que le ocasiona ese prejuicio de situarse en lo elemental. La acción será siempre su mayor pasión, decidiendo seguirla en su evolución ante la cámara sin artificios de montaje. Tambien son importantes un buen equilibrio entre el drama y la emoción, la revelación de los seres, de los individuos, al contacto con las situaciones. Se trata, resumiendo, de explotar preconcebidamente el acontecimiento hasta sus últimas repercusiones  humanas.


Todos los cinéfilos amamos a John Ford. Pero, ¿sabríamos explicar las causas de nuestra inmutable veneración?.

Luis Betrán

UNA DIGRESIÓN SOBRE JOHN FORD (FINAL)

ACERCAMIENTO A FORD EN 2014

Datos biográficos


Nacido el 1 de febrero ende 1895 en Cape Elizabeth (Maine), su verdadero nombre era Sean Aloysius O’Feeney. Ultimo de los trece hijos de un emigrante irlandés, cursa sus estudios secundarios en Portland y en 1913 marcha a Hollywood, llamado por su hermano mayor Francis, director, guionista y actor en la Universal. Toma primero el nombre profesional de Jack Ford. Que cambia en 1923 por el de John, y trabaja como atrezzista, ayudante de dirección y actor en los films de su hermano. Interpreta asimismo un pequeño papel en “El nacimiento de una nación” (The birth of a nation, 1914) de D.W. Griffith. A partir de 1917, empieza a dirigir para la Universal una serie de westerns  protagonizados por Harry Carey. Durante la Segunda Guerra Mundial sirve en la marina, para la que realizará algunos documentales alcanzando el grado de contraalmirante. Desde 1947 es productor de casi todas sus películas. Aparte de ellas ha rodado algunas escenas de “Las aventuras de Marco Polo” (The adventures of Marco Polo, 1938 Archie Mayo), “Hondo” (1953, John Farrow) y “El Alamo” (1960, John Wayne). En 1966 cierra su larga carrera de 50 años con “Siete mujeres”. Con posterioridad intenta llevar a cabo diversos proyectos, pero su escasa salud le impide la vuelta a los estudios. Muere en Hollywood, el 31 de agosto de 1973.


John Ford es, seguramente, una de los más grandes mitos de la historia del cine. Su obra gigantesca (sobre 130 films) aparece como un conjunto armónico y coherente (no siempre, ni mucho menos) y cuenta entre las menos discutidas, pero a la hora de estudiarla se ha solido partir de excesivos ditirambos y una admiración puramente sentimental, cuando no se ha ignorado la diversidad de sus vertientes. El hecho de que haya pasado a la posteridad como el máximo realizador de westerns no debe hacernos olvidar  que su filmografía cubre multitud de géneros: desde el histórico y la comedia  al film social y de aventuras. Reducir la obra de Ford a sus westerns representa amputarla en su mayor parte.


Y en otro plano, catalogarle entre los cineastas intuitivos, de “oficio”, equivale a desconocer el extenso trabajo que ha llevado a cabo sobre las formas cinematográficas. Orson Welles dijo aquello de que los tres mejores directores estadounidenses eran John Ford, John Ford y John Ford. Pero también Eisenstein elogió su arquitectura cinematográfica. Hay algo en lo que desconcierta casi siempre al espectador: su aparente simplicidad. El realismo de Ford, la serenidad que despliega su relato, no son sinónimos de naturalismo o de realismo epidérmico. Significan sencillamente la depuración del espectáculo, la supresión de todos aquellos elementos no esenciales en la puesta en imágenes.


Recordemos, por ejemplo, el encuentro de Henry Fonda con su madre (Jane Darwell) tras años de separación en la ya comentada “Las uvas de la ira”: ella le toma simplemente de la mano, eliminándose cualquier sentimentalismo dulzón en favor de la pura emoción. Quizás el actor que en más alto grado se haya compenetrado con el modus operandi fordiano sea precisamente Fonda. Antes que John Wayne y, por supuesto, mucho antes de que se tiraran los trastos a la cabeza en el rodaje de la mediocre “Escala en Hawai” (Mr. Roberts, 1955). Esta película era un proyecto de Fonda que la había interpretado previamente en teatro, pero a Ford no le interesaba especialmente por lo que el actor – cuentan que tras una pelea a puñetazo limpio, “si non e vero e ben trovato” – le expulsó del rodaje y le sustituyó por el ya venerable artesano Mervyn Leroy. Pero fue el rostro impasible de Fonda, el único capaz de reflejar todas las emociones con una sola mirada. John Wayne tan solo le igualó en su memorable Tom Doniphon de “El hombre que mató a Liberty Valance”. Y no prescindimos del genial Spencer Tracy de “The last hurrah” (1958), un título, por cierto, nada menor en la pirámide fordiana.


Ello no obsta para que, desde luego, el western sea el género que más veces ha visitado John Ford, para retratar, con mayor fidelidad que ningún otro, la historia de la colonización americana o mutatis mutandis la historia de un genocidio. Frente al simple relato aventurero o al film de serie, el falso tuerto – gustaba eso del parche en un ojo; se apuntaron también Raoul Walsh, Fritz Lang, André De Toth y Nicholas Ray que recuerde – ha atendido a mostrar en profundidad las contradicciones en que se mueven los personajes del Far West. Pero eso comienza tardíamente – con el precedente de “Fort Apache” (1948) – con la hermosa pero discutible “Centauros del desierto” (The searchers, 1956) y será en la extraordinaria “El hombre que mató a Liberty Valance”, como ya se ha escrito, la que contenga la más lúcida meditación sobre el género, sobre el papel mismo del héroe. Trató a los indios con indisimulado racismo, pero antes de que se tratase de enmendar tal aberración y llegasen los westerns proindios, pareció arrepentirse y también supo mostrar, sin demagogia y sin disimulo, las razones que se escondían tras las matanzas de pieles rojas. “Fort Apache” o “El gran combate” son, en este sentido, películas modélicas. Su continuada recreación del tema del Oeste americano ha dado lugar a buenas películas como – además de las varias veces aludidas en esta digresión – “Pasión de los fuertes” (My Darling Clementine, 1946) o “Wagonmaster” (1950).

Junto a ellas debe alinearse la espléndida e increíblemente misógina “El hombre tranquilo” (The quiet man, 1952). Con su galería de actores secundarios inolvidables (Victor Mac Laglen, Ward Bond, Jane Darwell, Mae Marsh, Jack Pennick, Pedro Armendáriz, entre otros nombres), la obra de Ford, con sus tremendos altibajos – “La patrulla perdida” (1934)” o “El fugitivo” (1947) demuestran, por ejemplo, que no todos son logros cimeros -, cuenta con un estilo límpido, exento de complicaciones y directo la historia de Estados Unidos. No precisamente desde las coordenadas que muchos desearíamos, pero con una claridad y fuerza únicas.

Luis Betrán

miércoles, 20 de agosto de 2014

UNA DIGRESIÓN SOBRE JOHN FORD (y IV)

ACERCAMIENTO A FORD EN 2014


Nunca fui un admirador contumaz de los escritores de la “generación perdida”. Suelen ser intocables porque en la España de nuestros días para un gran número de pobladores de tan fascistoide país, el “sueño americano” parece más real que en los propios Estados Unidos. Añádase que en la muy derechista revista francesa “Cahiers du Cinéma” y sus remedos hispanos – Dirigido por, Caimán, Fotogramas” – todo, o casi, que provenga del Gran Imperio es invariablemente maravilloso. No participo de tan generalizado entusiasmo. De aquellos escritores me gustan obras sueltas y reconozco la categoría de Faulkner, aunque también el tedio que me produce la mayoría de sus novelas. De Dos Passos aprecio “Manhattan Tranfer”, de Hemingway “El viejo y el mar”, “Paris era una fiesta” y algunos cuentos (sus novelas “españolas”, “Fiesta” y “Por quién doblan las campanas” me ofenden por horrendas), poco del olvidado Sinclair Lewis y Scott Fitzgerald siempre me parecerá un escritor menor y “El gran Gatsby” una mala novela, mitificada hasta el delirio. Tan solo “Las uvas de la ira”, de John Steinbeck (el resto de su literatura es infumable), me impresiona y me trastorna. Es la novela  de la Gran Depresión de 1929. Y, ésta sí, una obra maestra insoslayable. Ford ya había enseñado sus cartas de cineasta de “qualité” en “El delator” (novela de Liam O’Flaherty), su primera película “irlandesa” (1), que a día de hoy me resulta bastante intragable. En principio nada podría hacer pensar que tras “La diligencia”, su siguiente película fuese la adaptación al cine del terrible relato de Steinbeck. Pero así fue. El gran director edulcoró un tanto el texto original y cambió el final del mismo. Más salió airoso de un empeño asaz imposible para “la fábrica de sueños”.

LAS UVAS DE LA IRA (THE GRAPES OF WRATH).-  1940


La indignación social de la novela de John Steinbeck constituía, con toda certeza,  la mejor declaración de fe en el hombre normal, aunque vapuleado por la miseria e incluso el hambre, publicada durante toda la década de los 30.  La decisión de Darryl F. Zanuck de adaptarla al cine reflejó su habilidad para los negocios y su profundo conocimiento de los gustos del público, siempre que no se fuese más allá de lo proscrito por Hays. Pero su coraje, visión y cuidadosa elección de talentos hizo que la obra de Steinbeck no fuese del todo ultrajada por Hollywood, aunque tampoco pasase prácticamente intacta al cine.


El guion de Nunally Johnson (supervisado por el propio Zanuck) transformaba los principales incidentes del libro en una narrativa continuada, llena de interés y emoción. Aunque no conseguía mostrar claramente el entorno económico, político y social en el que se desarrollaba la acción, dicho guion ganaba en vigor y sencillez lo que perdía en amplitud y perspectiva. Johnson conservó muchos de los diálogos de la novela pero no vaciló en pasarlos de labios de un personaje a los de otro, siempre que eso favoreciera al objetivo dramático de la película.


Tambien evitó los largos monólogos de la novela y aportó autenticidad en los giros vocales y las expresiones populares. Según el contrato firmado con el agente de Steinbeck, la película debía ajustarse fielmente a la novela. Sorprendentemente, por el cambio brusco del final, el escritor galardonado con el Premio Nobel  (1) aprobó finalmente el manuscrito de Johnson, y estuvo en contra de que se anunciara que Tom Joad sería interpretado por Henry Fonda, actor que no gustaba a Steinbeck. El escritor se equivocaba.


El formidable operador Gregg Toland – que asimismo trabajaría con Orson Welles en “Ciudadano Kane”, otra vez con Ford en “Hombres intrépidos” y en varios films de William Wyler – fotografió la mayor parte de la película utilizando solo luz natural. Su atrevido uso de las sombras y la oscuridad (en unos momentos en que las películas de Hollywood tenían todas unas iluminaciones claras y brillantes) sirve para acentuar el tono emocional de la película mucho más que la poca inspirada partitura de Alfred Newman. Asimismo, el uso por parte de Ford y Toland de los planos generales puntúa adecuadamente las penalidades del largo viaje, separando y ligando al mismo tiempo sus distintas incidencias. En las escenas dramáticas, su cámara desempeña un papel más activo y dinámico.


Gracias a la sobria y eficaz dirección de John Ford, el film conserva toda su fuerza y patetismo hasta el final, y su habilidad para elegir el rostro adecuado hasta para los papeles menos importantes contribuye a dignificar la amplia galería de tipos que aparecen en la película.  Henry Fonda, por su parte, es el Joad ideal y lleva a cabo una magnífica y nada sentimental interpretación, ocultando a veces su desasosiego  bajo una máscara de aspereza y mal humor.


Tras la muerte de Casy (excelente John Carradine), que encarna los valores religiosos y políticos de la cinta, Tom hereda el sentido de misión y redención del antiguo predicador; renuncia a su identidad personal para convertirse en algo así como un líder del pueblo. Como contraste la elección de Jane Darwell para interpretar a la indomable madre fue tal vez un error. La actriz interpreta de forma maravillosa y obtuvo el Oscar por esta actuación, pero su aspecto rechoncho y agradablemente maternal no coinciden  con la mujer seca, entera y decidida hasta la brutalidad de la novela original. “Ma” Joad quizá habría sido admirablemente lograda por Beulah Bondi, que fue precisamente la primera actriz en quién se pensó para el tremendo personaje.


El desenlace de esta gran película abre una puerta a la esperanza y se revela bellamente sentimental. Puro Ford – el de “Hombres intrépidos” o “Qué verde era mi valle” – pero nada Steinbeck. Y en la novela el final es un mazazo al lector. Resumiendo: “Las uvas de la ira”, producida para la Fox por Darryl F. Zanuck, es algo así como un 50% de Steinbeck y un 50% de Ford. Exactamente lo que hizo Elia Kazan, varios años después, con “Al Este del Edén”, con la salvedad de que Kazan se basó únicamente en las 70 u 80 últimas páginas de un libraco pesado, larguísimo y de una calidad infinitamente menor que “Las uvas de la ira”. Steinbeck también redactó para Kazan el guion sumamente reaccionario de “¡Viva Zapata!. “De ratones y hombres” (Of mice and men), un buen relato de Steinbeck no tuvo suerte en el cine, ni con Lewis Milestone (1939) ni con Gary Sinise (1992).

Luis Betrán 

1) John Steinbeck ganó el Premio Nobel de Literatura en 1962. Curiosamente 50 años después de otorgado el galardón, la Academia Sueca reconoció que se le había elegido“por ser el menos malo” de los tres candidatos tenidos en cuenta ese año. Los otros dos fueron Lawrence Durrell y Robert Graves, ambos británicos y escritores de mayor enjundia y fuste que el  autor de “las uvas de la ira”.

UNA DIGRESIÓN SOBRE JOHN FORD (III)

ACERCAMIENTO A FORD EN 2014


Los héroes de las películas de John Ford son los pioneros, hombres de la frontera, soldados y pacificadores (siempre dejando centenares de cadáveres de indios por el camino) que se dedicaron a la fundación de los hogares y comunidades que componen los actuales Estados Unidos. La visión de Ford es una visión popular: una exaltación de los ideales – sin obviar los crímenes presentados como actos de patriotismo – que hicieron a miles de colonos lanzarse hacia el Oeste en búsqueda de libertad y mayores oportunidades, pero en un tono entrañable y familiar que puede hacer que un baile o unas canciones tengan más importancia que una batalla o un duelo. Pero John Ford amaba a USA, a sus símbolos, a sus militares por lo que su “patriotismo” devino “patrioterismo”, último refugio de los canallas según Samuel  Johnson. Ford puede conmovernos en una película entera o en breves instantes de muchas otras, también indignarnos y provocarnos repudio.  A finales de los 30, Ford había rodado ya más de 100 películas sin haber conseguido un éxito comercial de amplias resonancias.  Hasta 1939.

LA DILIGENCIA (STAGECOACH).- 1939


Se ha dicho muchas veces que “La diligencia” resucitó el género del western en el Hollywood de los años 40. En realidad coincidió con todo un “boom” del cine del Oeste que eclosionó ese mismo año, 1939, con títulos como “Dodge ciudad sin ley”, “Unión Pacífico” y “Tierra de audaces”. Pero aun así, cuando Ford intentó realizar la película – su primer western desde “Three bad men” (1926) – descubrió que el género estaba infravalorado y pasado de moda.


Ford había pagado 2500 dólares por el relato de Ernest Haycox publicado en la revista “Cosmopolitan”. “No estaba demasiado bien elaborado”, recuerda, “pero los personajes eran buenos”.  Los productores con los que contactó se quejaron de que la gente ya no quería ver westerns, “claro que es un western, les contesté, pero con personajes interesantes, ¿Qué importa que la historia transcurra en el Oeste o en cualquier otro lugar?”. Ford llevó el proyecto a RKO, donde ni tan siquiera el poderoso Joseph H. Kennedy consiguió convencer a sus jefes de producción de que aceptasen el proyecto. Walter Wanger, que le debía una película  a la United Artist, se dejó persuadir finalmente. Wanger deseaba que los personajes principales fuesen interpretados por Gary Cooper y Marlene Dietrich, pero Ford insistió en que el reparto no debía ser costoso y contrató a John Wayne (cuya carrera no había despegado todavía y que se dedicaba a rodar westerns  en solo cinco días), y a Claire Trevor una actriz de segunda fila. Ford los rodeó de magníficos secundarios: Thomas Mitchell, Berton Churchill, Donald Meek, George Bancroft, Andy Devine y el cadavérico John Carradine. Los dos últimos y, naturalmente, Wayne pasarían a formar parte de lo que se llamó “la compañía estable fordiana”. Y fue Ford, y nadie más que Ford (que no era precisamente un intelectual) el que indicó el leve parecido entre el guion y el relato de Maupassant “Bola de sebo”.


Algunos críticos de la época demostraron una notable intuición, cuando la describieron como un “Gran Hotel” sobre ruedas. La esencia de la historia es la interrelación entre un grupo de personas en una situación de tensión y peligro durante un viaje en diligencia. La estructura de la película puede calificarse de formalista. Se divide claramente en ocho episodios equilibrados de manera cuidadosa, de los cuales el central y más largo lo constituye la secuencia de unos 24 minutos en la parada de Apache Wells, con el nacimiento del niño de la señora Mallory; y el climax está constituido por los seis minutos que dura el ataque indio. La secuencia explicativa inicial, situada en la ciudad de Tonto, dura doce minutos que Ford aprovecha para presentar en profundidad a todas y cada una de sus criaturas.


Estos también están perfectamente equilibrados: de un lado tenemos  las personas “respetables” – Hatfield (John Carradine), Gatewwod (Berton Churchill) y la señora Mallory (Louise Platt). Pero las apariencias y los buenos modales engañan, Hatfield es un tahúr y Gatewood un estafador. En el otro lado las “no respetables”  - Ringo Kid (John Wayne), Doc Boone (Thomas Mitchell), Dallas Buck (Claire Trevor) y Curly (George Bancroft).  Lástima que Ford caiga en el tópico fácil de que los de mala vida en realidad tengan un corazón de oro, lo que conducirá invariablemente a que no resulte difícil adivinar a quienes se van a cargar los indios y a quienes no.  Los conductores de la diligencia no pertenecen ni a uno ni a otro, y representan une especie de coro griego – perdón por la impudicia, Ford evidentemente no es Esquilo, Sófocles o Eurípides – que puntúa el debate moral desarrollado en el interior del vehículo. El vendedor ambulante (Andy Devine) es un personaje aparte, el encargado de enunciar la sencilla moraleja: “tengamos un poco de caridad cristiana los unos con los otros”.


“La diligencia” es una película única por la fuerza épica de sus paisajes y acciones como de sus emociones humanas. Al mismo tiempo fijó para siempre el estilo propio del western clásico, no del psicológico que aún tardaría unos años. Ford utilizó por primera vez la impresionante fotogenia del Monument Valley, aunque fuese en blanco y negro. “La diligencia” es un muy disfrutable film, pero ni mucho menos una obra maestra. Orson Welles confesó haberla visto 40 veces antes de rodar “Ciudadano Kane”. Debió ser una boutade o una mentira (a las dos posibilidades fue siempre muy adicto mr. Welles). “La diligencia” se parece a “Ciudadano Kane” como un huevo a una castaña. Y la opera prima de Welles sí que es una obra maestra imperecedera y precoz, que cambió para siempre el lenguaje cinematográfico codificado por Griffith. Nada menos revolucionario en ese aspecto que “La diligencia”.


Este texto en sus párrafos en cursiva ha consultado los libros sobre John Ford de Peter Bogdanovich y de Jean Mitry.

Luis Betrán

Escrito tras no sé cuántos visionados de “La diligencia”. El último ayer mismo.