El cine de Kieslowski
Decía T.S. Elliot que «la poesía es todo aquello
en una lengua que es intraducible» el cineasta polaco Krzysztof Kieslowski lo
sabía, y por ello lo pone en boca del profesor en el primer episodio de su El
decálogo (Dekalog, 1989). Por ello, no es arriesgado decir que Kieslowski
buscaba en su cine una suerte de poesía intraducible, aquella que surgía con la
transmisión de la emotividad dejando por completo fuera de lugar el instrumento
de dicha transmisión. Incluso en su película propiamente sobre el cine, El
aficionado (Amator, 1979), la cámara se revela como un instrumento
insignificante, que propicia el drama pero que no es el sujeto del mismo. Ahora
que vivimos tiempos donde la posmodernidad nos ha llevado a la cámara que se
vuelva vanidosa, el cine de Kieslowski destaca por como sus manierismos
resultan visibles pero, a la vez, intraducibles, esto es, incapaz de
formar parte de una fórmula pese a la profunda reflexión que acarrean.Sin embargo, en la tarea de analizar los métodos
por los que Kieslowski materializa lo intangible, esa tendencia a la poesía no
supone un impedimento. Aclaro esta aparente contradicción: que su cine sea
inequívocamente intraducible es algo premeditado, y lo premeditado
está sujeto al análisis porque parte de un método. La querencia de su cine por
recrear lo intangible tiene como consecuencia en el espectador la aparición de
un campo fantasmático, una creación colectiva donde la interpretación de la
imagen genera un relato paralelo y correlativo, un relato prótesis que
extiende la imagen más allá de su propia materialidad, tornándose en un
significante lacaniano, que sigue remitiendo a otro significante
subjetivo por cada espectador que lo interpreta. Hay en Kieslowski un gusto por
el plano detalle, por la fijación en las cosas nimias y triviales que adquiere
un carácter fantástico y novedoso pero que también refleja el proceso interior
de sus personajes. Así, el director polaco intercala
con frecuencia los rostros omnipresentes de sus personajes - método ideal para
la interpretación «sentida» de la que hablaba Dreyer - con objetos o espacios que le sirven como
metáfora de las heridas espirituales que afectan a sus personajes. Vemos
ejemplos como el insecto huyendo de un vaso en Decálogo 2 (Dekalog
dwa, 1990) que refleja la curación de la metástasis del paciente, el cristal de
la puerta que se rompe en Decálogo 4 (Dekalog cztery, 1990) es la
apacible relación paterno-filial resquebrajándose o el impotente tratando de
insertar en un embudo la manguera de combustible en Decálogo 9 (Dekalog
dziewiec, 1990), en la que quizás sea la más sencillamente freudiana de todas
las metáforas de Kieslowski. Esos cambios de término entre personajes y objetos
se realizan por medio de desenfoques, de cortos, pero seguros movimientos de
cámara que resaltan uno u otro plano de la imagen para colocar dos grados de la
realidad - el mundo interior y su simbolismo tangible - al mismo nivel,
revelando, así como el trauma interno se manifiesta ante el más trivial objeto
cotidiano.
Es el trauma el corpus narrativo de Kieslowski,
lo que le permite construir los dilemas individuales que hacen de conflicto
principal. Siendo El decálogo el paradigma, cada uno de los episodios
viene protagonizado por un trauma anterior- carencias afectivas, deseos
incestuosos, remordimientos, fobias, etcétera - que se resuelve dentro del
propio episodio. Sin embargo, el cine de Kieslowski está lleno de una ternura
hacia sus personajes, un tono que resulta muy accesible para todo tipo de
público pese a las continuas desgracias que él, como demiurgo, orquesta para
ellos. Ese papel divino, que queda patente en la figura crística de El
decálogo o el Juez de Tres colores: rojo (Trois coloeurs: rouge,
1994) nace para crear un conjunto armónico que busca el entendimiento o una
reconciliación con una realidad más cruel que las ficciones que la representan.
Kieslowski, en cuanto muestra la hermandad de la
cultura occidental, ya sea por medio del Concierto Para Europa que reconstruye
a Julie en Tres colores: Azul (Trois coleurs: bleu, 1993) ya sea por
la tensión obviada entre el Este y el Oeste en Tres colores: Blanco
(Trzy kolory: Bialy, 1994). La cultura queda representada por la mujer,
«esas figuras míticas y trascendentales» que en su trilogía de colores puede
ser una Europa representada en Julie, Dominique o Valentine, pero también las
Weronica y Veronique de La doble vida de Verónica (La double vie de
Véronique, 1991). Ahí queda patente esa Europa con corazón en Francia y alma en
Polonia; una división que imita a su propia vida y a su compromiso político.
Sus primeros cortometrajes hacen de la yuxtaposición de discursos políticos y
el rostro, una perfecta metáfora de la praxis del comunismo. Los rostros crean
una tensión en Fabryka (Fábrica, 1971) donde los directivos son
retratados en primer plano, como bustos parlantes, frente a los planos
generales de los trabajadores, diferenciados por su silencio y su acción. Un
recurso que Kieslowski repite al final de Paz y tranquilidad (Spokój,
1976), donde el protagonista se altera al ver como su jefe desdeña a sus trabajadores
durante una cena. mientras los trabajadores, en la oscuridad y en camarilla,
esperan al protagonista para golpearlo. Esa preferencia por el rostro se delata en
rectificaciones de cámara que parecen abalanzarse sobre los personajes, en paneos
y otros movimientos de cámara que buscan precipitadamente un contacto
excesivamente próximo e incómodo para el espectador. El paso del plano
subjetivo de Karol mirando a Dominique en el flashback de la boda en Tres
colores: Blanco pasa, sin corte alguno, a ser un plano objetivo que
muestra a ambos, una manera de primero empatizar con el personaje - y como
percibe a su amada como un ideal inmutable al que se aferra escondiendo su
frustración, y después para poner de relieve ese punto de vista privilegiado
que su cine, tan unido a la búsqueda de esos mandatos divinos, busca en todo
momento. Los
recursos de cámara se muestran en la movilidad que resalta los momentos de
mayor impacto, como la anunciación de la boda en Paz y tranquilidad,
donde el protagonista se eleva a sus compañeros de obra a través de una
plataforma. O como el camarógrafo de El aficionado sueña con nuevas
películas utilizando un recurso tan fascinante como habitual, un medio
claramente relevante en los inicios del cine como el marco de la ventana de un
tren en movimiento, un constante travelling en nuestras vidas.
Es en los colores donde enfatiza más las
atmósferas, donde el bermejo de Tres colores: Rojo nos retrotrae al
angustiante paisaje de El desierto rojo (Il deserto rosso,
Michelangelo Antonioni, 1964) o el caótico y barroco mundo de No
matarás (Krótki film o zabijaniu, 1988) / Decálogo 5 (Dekalog
piec, 1990) se torna en una hostil maquinaria que primero empuja a Jacek a
matar, y luego le castiga bajo la ley de Talión. Kieslowski no es como
otros directores que alternan del documental a la ficción -. Herzog -
combinando recursos de ambos, sino que su cine de ficción parece más
estilizado, buscando con ello más realismo, mientras que su cine documental es
bruto y directo, sin adulterar. El cine de la inquietud moral, aquel que dice
que solo existe lo que está representado, lleva a Kieslowski a desarrollar un
estilo donde cualquier mensaje tiene una materialización en la pantalla de un
modo directo aunque no necesariamente comprensible a primera vista. Su
codificación es una herencia del régimen comunista polaco que impedía ciertas
representaciones directas, que aquí se tornan tan alegóricas como las de las
vanguardias soviéticas. Zizek menciona ese tan relevante paso de
Kieslowski del documental al cine de ficción, con una conclusión que parte de
la premisa de que «Cuando abandonas la falsa representación y te acercas
directamente a la realidad, pierdes la realidad misma»; es decir, la
verosimilitud se sitúa por encima de la realidad en una extraña jerarquía, que
nos dice que cuanto menos "real" es algo, más representativo de la
realidad nos resulta. Esta percepción paradójica se debe a nuestra manera de
interpretar la realidad como un "todo" complejo e indescifrable, y
por tanto, imposible de recrear cinematográficamente. Por ello, cuanto más
acerca una representación a lo representado sin ser una copia exacta, más nos
adentramos en ese valle inquietante en el que menos creíble nos
resulta. A la hora de adaptar esto al cine de Kieslowski, vemos como sus
documentales resultan extrañas estampas que en su intención de alegorías
políticas resultan más artificiales que sus películas de ficción, donde los personajes
- en un entorno controlado, donde la mirada es siempre dirigida y por tanto,
manipulada - parecen cobrar una vida propia, generando una empatía a través de
sus experiencias traumáticas.
Surge ahí la tensión entre la ética y la moral,
es decir, entre un comportamiento ideal, teórico, y su aplicación cotidiana.
Debemos ver aquí la diferenciación entre la ética como una serie de criterios
colectivos y la moral como la interpretación subjetiva de esos mismos
criterios. Así se pone de relevancia la diferencia entre la norma y su
aplicación, pero también entre lo que la comunidad acepta y lo que el individuo
ejecuta. No es difícil, pues, vincularlo al discurso político que Kieslowski
hereda de las contradicciones del comunismo polaco. La moral es, para Kieslowski, independiente de la
herencia judeocristiana e inherente al ser humano. Su actitud optimista parte
de unas necesidades innatas al bienestar colectivo del hombre, en la
solidaridad y fraternidad. La organización en ciclos de su obra (el decálogo o
la trilogía de colores) es, por ello, una declaración de principios: esas
"normas" (los diez mandamientos, los principios de la república
francesa) suponen la visión colectiva, el intento de segmentar la realidad, y
Kieslowski los expresa a través de individuos y sus problemas morales. Pero, ¿Hay una verdadera creencia de lo New
Age en Kieslowski o es solo un instrumento narrativo? Sea como fuere, las
interconexiones entre sus personajes y su capacidad para crear un universo
cerrado, están ahí. Me inclino a pensar, a título personal, que hay más de
mecanismo que de verdaderos actos divinos, como el teléfono que interrumpe en
el momento justo en El pasaje subterráneo (Przejscie podziemne, 1973)
o el narrador fantasma de Sin fin (Bez konca, 1985), que no solo
explica su muerte sino su percepción mientras se transformaba en espíritu. Se
pone de manifiesto la intención de Kieslowski de crear esperanza a partir del
desastre, de destruir sus mundos - el ferri que se hunde al final de Tres
colores: Rojo para mostrarnos a las tres presuntamente felices parejas
listas para empezar de nuevo - para crear nuevas oportunidades. Su idea de un
mundo como máquina de Rube Goldberg fabulística tiene una imagen
espiritual, pero en ningún caso hace de la religión el centro del discurso sino
el causante de su verdadero interés: la manera en la que el espíritu humano se
revela ante sus contradicciones, pesos sociales, históricos y culturales que le
condicionan a vivir en un mundo lejos de su ideal de vida.
Ese ideal de vida es un remanso de paz, alejado
de cualquier tensión, trauma o problema de cualquier clase que le distraiga o
le impida disfrutar plenamente de un modo de vida más sencillo. Esto es
particularmente notable en Paz y tranquilidad (1976), donde las
necesidades del ex presidiario por tener una vida ideal se ven truncadas por
sus principios y la miseria que le rodea. Y se vuelve a mencionar
explícitamente en El aficionado (1979) donde la búsqueda de equilibrio
entre las aspiraciones y la conformidad acaban dejando a su protagonista sin
nada a lo que aferrarse, sin la familia que primero inspiró su afición al cine
y sin el cine que le ha arrebatado a su familia. De ahí que solo le quede su
propia imagen, su confesión, su relato de cómo el cine - la construcción del
relato - destruye aquello que pretende retratar, su mujer y su hija. Y es que los personajes masculinos de Kieslowski
sufren siempre la irreparable pérdida del amor. La mirada masculina, la que
observa y desea a la mujer presa del placer - casi siempre en brazos de otro -
se vislumbra en Decálogo 6 (Dekalog szesc,1990), Décalogo 9, Tres
colores: Blanco y Tres colores: Rojo. Esa mirada del hombre, el
recelo ante la mujer sexualmente activa que cumple su fantasía, nos une con una
de las herencias más directas del cine de Kieslowski, Eyes wide shut
(Stanley Kubrick, 1999) donde el protagonista parte a compensar la infidelidad
de pensamiento de su esposa en una noche en la que cumplir sus propias
fantasías, solo para ser otra vez reclamado por su mujer. Aquí radica la idea
masculina de la posesión sobre la mujer y, al mismo tiempo, la búsqueda de su
aprobación: el marido que vuelve con su mujer en las mentadas obras de
Kieslowski y en la película de Kubrick, son, en esencia, hombres que buscan no
solo la total entrega de sus esposas, sino la certeza de que pueden competir y
ganar contra los amantes de estas. Vuelve a sus mundos, sí, pero ya no son
iguales y la inferioridad sigue enraizada en sus interiores.
Las mujeres, en cambio, parecen aferrarse al
masoquismo moral del que hablaba Freud y buscan ese castigo divino a sus
males. Tal es el caso de Ursula, la protagonista de Sin Fin (1985), o
la Julie de Tres colores: Azul, presas del dolor por el marido
fallecido. Igualmente, Dominique termina en la cárcel anhelando al esposo que
despreció en Tres colores: Blanco, Dorota carga con el hijo no deseado
en Decálogo 2, Sofía esperando que la niña que rechazó proteger vuelva
algún día en Decálogo 8 (Dekalog oseim, 1990) o Magna de Decálogo
6 suspirando por el muchacho al que ha llevado al suicidio, igual que le
ocurre a Hanka en Decálogo 9. Aquí se hace evidente los continuos paralelismos
y conexiones entre las películas de Kieslowski: así, la Ursula de Sin Fin
no tiene motivos para vivir tras la muerte de su marido, al igual que la Julie
de Tres colores: Azul, pero solo Julie encuentra la fuerza
para seguir adelante reconciliándose con su superego. Roman de Decálogo 9
y Karol de Blanco comparten su impotencia y la amenaza de la pérdida
de su cónyuge, ambos escenifican de un modo u otro su propia muerte para
recuperar el afecto de sus respectivas esposas. Y la inevitable mención a la
relación entre No amarás (Krótki film o milosci, 1988), No matarás
y sus versiones cortas - Décalogo 6 y Decálogo 5
respectivamente - nos hablan muy claro de la tendencia a reescribir, a
reformular lo planteado y sacar adelante una conclusión, una tesis en constante
mutación que no tiene un fin en sí mismo. El sonido también tiene una fuerza especial en
Kieslowski, ya desde Z miasta Lodzi (Desde la ciudad de Lodz, 1968),
que habla del paso que tiene dejar lo viejo a la nuevo a través de un concurso
musical, pero también del régimen comunista en un país todavía en busca de la
aceptación y la modernidad. La música de Zbigniew Preisner como un elemento de
transición entre planos, que destaca especialmente en Tres colores: Azul,
donde su introducción aparentemente azarosa evoca una cierta idea de libertad y
sorpresa. Ahí la música no solo es relevante para la trama - el misterio de
quien es el verdadero autor de la partitura - sino que es necesaria para la
construcción de un paisaje interior que se adueña del espectador; la música
resuena dentro de Julie como la voz o el recuerdo de su marido, su fetiche y su
fobia, que le traen de nuevo el dolor del que pretende huir, al que no quiere
enfrentarse. Pero curiosamente, es un recordatorio extradiegético, ¿o es que
acaso no podemos considerarlo como tal a pesar de que se nos indica que suena
dentro de la cabeza del personaje principal? Es una representación de un
pensamiento más complejo, pero un pensamiento que toma una forma sonora muy
clara.
Esa transición musical ya estaba presente en Decálogo
2, donde también cabe apuntar un ejemplo más del magistral uso del sonido
para construir los ambientes cinematográficos adecuados: el incesante goteo
sobre la cama del marido agonizante deja clara su condición de moribundo, la
manera en la que su universo se desintegra - como el mismo explica una vez sano
- y como pierde contacto con la realidad. La misma pérdida de contacto, pero de
un modo más traumático, tiene lugar en la Julie de Tres colores: Azul
cuyo plano detalle de un ojo nos introduce en el gesto opuesto al
"mirar", aquel que no va del interior al exterior sino en el sentido
opuesto, mostrando la inanidad de la vida que afecta a un alma herida. Un alma
que tiene esa música acompañada de fundidos a negros - a excepción de un
curioso y descontextualizado fundido a blanco - que le golpea con los recuerdos
de su marido y su hijo. Música que también es relevante en la vocación de las
dos Verónicas de La doble vida de Verónica. ¿Y qué hay más relevante
para nuestra doble Verónica que el sexo? Ese mismo sexo que cobra vida,
precisamente, a través del sonido en Tres colores: Blanco, donde los
gemidos que Dominique le dedica a Karol por teléfono son su llamada de socorro,
el anhelo de «ese deseo femenino que no puede concretar» y que obliga a ambos a
intercambiar roles.
Y ya que hablamos de los fundidos a negro, no
podemos olvidarnos del montaje en el cine de Kieslowki, donde esas conexiones
entre personajes se hacen más patentes todavía, ya sea como el hielo que se
resquebraja cuando los papeles del padre se manchan de tinta en Decálogo 1 (Dekalog
jeden, 1989) - y que parece un recurso heredado de Nicolas Roeg a través de su
película Amenaza en la sombra (Don't look now, 1973) - o el marido que
cae con su bicicleta al agua en Decálogo 9 mientras en paralelo su mujer
se despierta bruscamente de un profundo sueño. También en Decálogo 1
siento un especial aprecio por la descomposición del plano de los movimientos bressionianos
de las manos del padre, tanteando una realidad que se ha vuelto vacía sin su
hijo. Queda patente pues - en estos y muchos otros ejemplos que han quedado en
el tintero - la intención de Kieslowski transmutar un mundo de las emociones a
los más fútiles actos y objetos cotidianos; de construir una nueva realidad en
base a la yuxtaposición de otras dos aparentemente paralelas. Sin embargo, cabe
destacar que esa realidad tangible lo es a través de la perspectiva divina que
nos corresponde como espectadores, pero que no traspasa más allá de la
subjetividad de sus protagonistas. Podríamos poner como ejemplo "La doble
vida de Verónica", donde no es disparatado plantearse que parte de la
historia sea una fantasía pues, al fin y al cabo, nuestra única prueba de que
no sea así es una fotografía. Y entraríamos de nuevo en el campo de dos
personas que continuaron el legado de Kieslowski: el ya mentado Kubrick de Eyes
wide shut y el David Lynch de la fuga psicogénica en Mullholland Dr.
(2001). ¿Será entonces que esa fusión entre el sentimiento y el objeto o el
acto, es también un matrimonio entre la perspectiva subjetiva - el espectador y
su avatar en la ficción, el personaje protagonista - y el punto de vista del
demiurgo, el creador? Un diálogo que pretendía romper el análisis sistematizado
de la realidad se convierte en sí mismo en un orden pre configurado; la poesía
que se soñaba caótica está llena de ritmos (los ecos entre sus películas),
acentos (sus énfasis en la historia) y aliteraciones (la música de Preisner):
es una poesía según la norma. Una poesía hermosa y rebelde que se ajusta al
modelo, un mundo subjetivo que se plantea a través de un narrador omnisciente,
un lenguaje codificado que, sin embargo, resulta fácil de interpretar. Y es en
esas contradicciones donde el cine de Kieslowski, adquiere su dimensión épica,
su hálito lírico, su humanidad.
Luis Betrán