domingo, 31 de marzo de 2019

EN LA ADVERSIDAD Y EN LA POBREZA



Introducción

Mi mayor miedo es acabar convertido en un mendigo. Que por alguna razón u otra, sea enfermedad o locura, crisis económica o mala suerte, elección o descuido, termine perdiendo todo aquello que considero mío: casa, trabajo, familia, amigos.  Quedarme solo, sin refugios ni seguridades. Verme obligado, a partir de ese entonces, a vagar sin rumbo, siempre hambriento, en peligro constante, temiendo el frío y la lluvia, más incluso a mis propios semejantes. Un estado semejante al de una condena a perpetuidad, del que sólo la muerte podría librarme, pero que no tendría valor para infligírmela. Pensando, por último, que en medio de la multitud podría reconocer a aquellos que alguna vez formaron parte de mi vida, sin que ellos me reconocieran a su vez… o quizás no quisieran. Recuerdo como en la magnífica "La grande bouffe" - muy admirada por Buñuel - Piccoli, Mastroianni, Noiret y Tognazzi se reunían en una mansión en las afueras de Paris para suicidarse comiendo y follando. Ferreri y Azcona parecían decirnos: ¿que otra cosa es la vida más que comer, cagar y fornicar?. En mis pesadillas no falta la estruendosa muerte de Piccoli.

Meditando sobre este temor, me resulta difícil encontrar una película donde se haya descrito la vida de un mendigo. Mejor dicho, las hay muchas, pero suelen tratarlo de modo romántico. Bien como espacio de libertad fuera de la sociedad opresora, único lugar donde quedarían rotas sus cadenas, bien como prueba y camino de perfección, retiro que nos permitiese volver en triunfo a una sociedad que nos expulsó de su seno. En sus peores expresiones fílmicas, la miseria no sería otra cosa que un disfraz conveniente del ideal del ganador, al que tan proclive es el cine americano, un mal al que puede vencerse con mera fuerza de voluntad, como si el reconocerlo bastase para conjurarlo. En sus mejores plasmaciones, como en Iluminacja (Iluminación, 1973) de Krystof Zanussi o Persepolis (2007) de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, esa experiencia deja huellas indelebles en sus víctimas, pero al mismo tiempo es la razón y el motivo de su recuperación. Más bajo no se podía caer, ya sólo se puede ascender, como se suele decir.

Buñuel,siempre Buñuel

Cierto, no se puede caer más bajo, pero sí se puede quedar atrapado en esas profundidades, para siempre y sin remisión. No otra cosa ocurría en el mundo despiadado de Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, en donde la miseria destruía a las gentes y las llevaba a la abyección: tanto a consentirla como a cometerla. Un auténtico círculo del infierno, pero situado en esta misma tierra, cuyo efecto deletéreo consumía y envenenaba todo lo que tocaba, incluso las mejores intenciones de reforma y justicia social. No sería la última vez que ese submundo, corrosivo y orgulloso de serlo, afloraría en el cine de Buñuel. Así ocurriría en Viridiana (1961) y, con algo menos de radicalidad, en Nazarín (1959). El venerado, no por mi, Andrei Tarkowsky consideraba que "Nazarín" lograba lo imposible, contar la vida de Cristo por un ateo. Lejos de la solemnidad marxista del notable Evangelio pasoliniano.

Películas y punto de vista que nos llevan a otra reflexión necesaria. Porque podríamos creer que, si se resolviesen las desigualdades, si se estableciese la justicia social, estos limbos desaparecerían, pero lo cierto es que la forma en que surge este tema en las películas de Buñuel, como torrente que nos arrastra y ante el cual no tenemos defensa, sugiere lo contrario. A nuestras aspiraciones a la luz y al orden siempre se oponen estos reversos tenebrosos, creados por nosotros mismos, incluso deseados, que amenazan con tragarnos, con arrebatarnos todo lo que somos y creemos ser. Porque tememos que nos arrastren con ellos. Guillermo Fatás, en las siniestras paginas de Heraldo de Aragón, llamó a Bueñuel "el terrible turolense".

No es extraño, por tanto, que nos esforcemos en apartar de nuestra mente hasta el más mínimo vislumbre de esos estados anormales. O que alejemos la mirada, como si no existieran, de sus heraldos. De aquellos que comparten con nosotros las calles de nuestras ciudades y cuya visión nos resulta insoportable. De mendigos, enfermos y locos. De los muchos abandonados sin remedio ni salvación. Durante muchos años, Buñuel fue ignorado e incluso maltratado por la nefasta "Cahiers du cinéma", la revista de la derecha acomodaticia y, por tanto, muy influyente. Sus seguidores tenían y tienen a Godard, el tonto maoísta, el tonto socialista, el tonto revolucionario, el bobo que habla de libros y libros que, posiblemente, jamás ha leído.

Luis Betrán


domingo, 24 de marzo de 2019

La mejor de Max Ophuls

En la larga, variopinta y llevada a cabo en varios paises filmografía del gran Max, a mi las películas suyas que más me gustan son "Libelei", "Yoshiwara", "La ronde", "Le plaisir", "Lola Montes" y, por encima de todas dos obras maestras de un exquisito, decadente y triste romanticismo: "Carta de una desconocida" y "Madame D". Si tengo que elegir me quedo, con algunas dudas, con la francesa por encima de la estadounidense. "Lola Montes" sería la tercera si no hubiese sido un tanto cercenada por su alto presupuesto. El disgusto lo pagó el gran cineasta con su propia vida.

Madame D (1953)

El general que interpreta Charles Boyer está convencido de que su esposa - maravillosa Danielle Darrieux - quiere ser infeliz. Ella se pone voluntariamente en el camino de la tristeza. Es su elección. Hubo un momento en que Louise habría estado de acuerdo con él, cuando sus opiniones sobre la sociedad coincidían perfectamente. Pero ahora es verdaderamente infeliz, y eso está más allá de su elección porque se ha enamorado de un excelente Vittorio de Sica en el que, acaso, fue el mejor papel de su larguísima carrera como actor. El general nunca entenderá eso aunque lo sabe. Tampoco, probablemente, lo hará su amante, el barón De Sica. Es el regalo que estos hombres le han dado: la capacidad de llorar lo que ha perdido o nunca había encontrado. Es el único regalo que no pueden devolver. Sin ese obsequio de la vida, habría sido incapaz de entender la felicidad. Ciertamente los hombres no pueden experimentar esos estados de ánimo. La maravillosa danza que bailan Danielle y Vittorio lo explica todo.
 
 Madame de ...", dirigida en 1953 por Max Ophuls, es una de las películas de amor más educadas y artificiales jamás filmadas. Brilla y deslumbra, y debajo del artificio crea un corazón y lo rompe. La película es famosa por sus elaborados movimientos de cámara, su estilo elegante, sus conjuntos, sus trajes y, por supuesto, sus joyas. Está, se ha escrito,  protagonizada por Danielle Darrieux, Charles Boyer y Vittorio De Sica, quienes encarnan sin esfuerzo la elegancia. Podría haber sido un poco más educado el rígido general. Nos sentimos admirados por la pantalla visual de Ophuls, tan fluida e intrincada. Entonces para nuestra sorpresa nos encontramos seducidos y abandonados a nuestras emociones.

La historia tiene lugar en Viena hace aproximadamente un siglo, o más. El General (Boyer) se ha casado tarde con Louise (Darrieux), una gran belleza. Él le da pendientes caros de diamantes como regalo de boda. A medida que comienza la película, Madame está desesperadamente endeudada y busca entre sus posesiones algo para vender. La cámara la sigue con un disparo ininterrumpido mientras mira a través de vestidos, pieles, joyas y, finalmente, se acomoda en los pendientes, que de todos modos nunca le gustaron. “¿Qué le dirás a tu marido?” Pregunta su criada. Ella le dirá que los perdió porque confía en la discreción de Remy el joyero. No debería. Remy, quien originalmente vendió los pendientes al general, le cuenta a éste toda la historia. El general vuelve a comprar los pendientes como un regalo de despedida para su amante, quien lo deja y se va a Constantinopla. Ciertamente, la esposa nunca los volverá a ver, y hay justicia poética involucrada.

La amante vende los pendientes para financiar su juego. El barón Donati (De Sica) los compra. En sus viajes, se encuentra con la condesa Louise, se enamora, la corteja y le entrega los brillantes. Ella está sorprendida de verlos, pero intuye cómo llegaron a las manos del barón. ¿Cómo explicar su reaparición al general? En su presencia, pasa por los engaños de "encontrarlos". El general sabe que esto es una falsedad, y todo el tejido de mentiras se desenreda, a pesar de que las joyas se compran y venden dos veces más. (Siempre hay una risa cuando el joyero aparece en la oficina del general por "nuestra transacción habitual").

Alejándose un poco de las idas y venidas de los pendientes, que es cosa de la farsa, la película comienza a mirar más de cerca a Louise (el nombre de esposo nunca se da, de modo que siempre es vagamente la "Condesa de ... ”). Ella y su esposo viven en una sociedad donde los asuntos de amor son más o menos esperados; "Sus pretendientes me ponen nerviosos", se queja el general al salir de una fiesta. Si no sabe específicamente con quién está coqueteando su cónyuge, generalmente si lo sabe. Pero hay un código en tales asuntos, y el código permite el sexo, pero no el amor. El general confronta al barón con su conocimiento de los pendientes. (¿"Constantinopla?" "Sí".) El general le dice: "Es incompatible con su dignidad, y la mía, que mi esposa acepte un regalo de tal valor de usted".

El instinto del general es el sonido. La condesa se ha enamorado. El barón pensó que él también lo había hecho. Su tragedia es que la intensidad de su amor la lleva fuera de las reglas, mientras que el barón permanece dentro de los límites. Un duelo, con previsible desenlace que no veremos, remata esta inmortal tragedia.

La escena en la que se enamoran muestra el dominio de Ophuls. Le gusta mostrar a sus personajes rodeados, incluso ahogándose, en su entorno. Los espacios interiores están llenos de posesiones. Sus cuerpos están adornados con batas, uniformes, joyas, adornos. A Ophuls le gusta disparar más allá de los objetos de primer plano, o a través de las ventanas, para mostrar los personajes contenidos por las posesiones. Pero en la escena de amor clave, un montaje que involucra varias noches de baile, la pareja que circula gradualmente se queda completamente sola.

El barón y la condesa están en un resort. En la pista de baile, observan que han pasado tres semanas desde que bailaron juntos, dos días, un día, y luego siguen bailando y no ha pasado el tiempo. El diálogo y el vestuario indican las transiciones temporales, pero la música se reproduce sin interrupción, al igual que sus movimientos ininterrumpidos. Ellos bailan y bailan, en el amor. La esposa de un almirante susurra: "Se ven en todas partes, porque no pueden reunirse en ninguna parte". En la última noche, un miembro de la orquesta, después de otra, empaca y se va a casa. Un criado apaga las velas. Finalmente, se lanza una tela negra sobre el arpa, y la cámara se mueve hasta que la pantalla se vuelve negra y el baile termina.

Luis Betrán

miércoles, 20 de marzo de 2019

El cineasta peripatético: Max Ophüls

El genial Stanley Kubrick siempre dijo en sus contadas entrevistas que su cineasta favorito era Max Ophüls. Y, de hecho, su última película la maravillosa "Eyes wide shut" fue, en ciertos aspectos, un homenaje a Ophüls, adaptando un relato de Arthur Schniztler escritor vienés que tambien había sido la base de uno uno de los monumentos inmortales del cine de Ophüls (La ronde), dierctor austríaco que filmó películas  en Alemania, en su país natal, en Italia, en Francia y en el mismísimo Hollywood.

MAX OPHÜLS

El mismo año que David Lynch estrenó Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), película inequívocamente referencial del modo de representación postmoderno, Andrei Tarkovski concluyó su filmografía con Sacrificio (Offret, 1986), un film voluntariamente atemporal, ajeno a cualquier tentación de insertarse en su presente. Esta decisión de Tarkovski de dar la espalda al presenteísmo -como diría Michel Maffesoli [1]- se hace también patente en la obra de Max Ophüls, especialmente en sus últimas cuatro películas rodadas ya en la primera mitad de la década de los cincuenta del siglo XX, en los albores de la Modernidad. El gesto antimoderno de Ophüls, condensado en su deseo de avanzar “mirando el retrovisor” -como escribió Sartre a propósito de Baudelaire [2]- , es subrayado en el prólogo de El placer (Le plaisir, 1952) cuando la voz en off del narrador -el escritor Guy de Maupassant, interpretado por Jean Servais-, todavía sobre la pantalla en negro, nos dice: “Comprenderán mi preocupación. Mis cuentos son antiguos y ustedes terriblemente modernos, como se decía en mis tiempos. En fin, veremos qué pasa”.

Pasara lo que pasara con la respuesta del público -de hecho, El placer fue en su momento recibida con frialdad- , las películas de Ophüls permanecieron ajenas a la irrupción de la Modernidad, resistiendo las tentaciones del estilo del momento; y, sin embargo, se inscriben sin demasiadas tensiones en su tiempo e incluso en los modos de producción de cada país en el que trabajó. Curiosamente, quizá el único film de los suyos en el que podamos advertir trazas del Neorrealismo aún por llegar sea La mujer de todos (La signora di tutti, 1934), su única contribución al cine italiano, cuyo caótico inicio parece prefigurar el posterior abigarramiento felliniano, al tiempo que recuerda el barullo popular de las comedias de los teléfonos blancos. Pero aunque exista cierta permeabilidad a las convenciones del modo de representar de cada país en el que filmó -las influencias expresionistas de sus películas alemanas, la inmersión en las convenciones del melodrama y el film noir en sus filmes americanos, el aire de qualité de sus filmes franceses así lo atestiguan-, cada película de Ophüls contribuye a jalonar un estilo reconocible, inmerso en una filmografía propia -pese a su itinerancia- alejada de cualquier intento de fabricar “piezas de repuesto” para la industria. [3]
El estilo, calificado por algunos en su momento de barroco, pomposo y repleto de arabescos -como señala Jacques Rivette en su artículo La máscara [4]-, es, sin duda, la cuestión fundamental de su cine; aunque el propio Ophüls rehuyera las explicaciones sobre sus posibles claves -como hoy en día hace Lynch en las entrevistas-, consciente de que “cuando uno define algo que está lleno de secretos es posible que destruya su belleza” [5]. Su estilo es, según propia definición, un no-estilo, algo que reinventa para cada película, el producto de los dolores de estómago impuestos por la tensión ante la dificultad [6], ante el miedo de partir de cero con cada historia. Y, sin embargo, son precisamente sus largos planos-secuencia (Ophüls confiesa sentir un choque con cada corte y por eso trata de evitarlos [7]), conducidos por sinuosos movimientos de cámara que revelan el espacio por el que transitan, ajenos a nuestra mirada, sus protagonistas, los que nos permiten reconocer instantáneamente un film de su autor, aunque no lo hayamos visto antes.

En unas declaraciones a la revista Filmforum [8], el propio Ophüls explicó el secreto de su cámara deambulatoria, revelando que “nunca construyo una escena en un decorado, sino que hago construir el decorado a partir de la escena. Digo a mis arquitectos: ‘para esa escena necesito un largo pasillo, para aquella una ancha escalera’ ”. La eterna dicotomía realidad-representación se solventa en su cine con la sublimación de la obra de estudio, la única forma de llevar a cabo la sucesión de imágenes soñadas que, para él, son el punto de partida de cualquier film. La realidad o el presente son expulsados del encuadre, en favor de la representación de lo sublime, algo atemporal y planeado meticulosamente por el creador; como más adelante ocurrirá en algunas obras mayores de Michael Powell y Emmerich Pressburger o en parte del cine de Kubrick. Sus itinerarios -Rivette los definió como “itinerarios espirituales” [9]- son el reflejo de los vaivenes emocionales de sus protagonistas. Con sus alambicados planos-secuencia consigue filmar los sentimientos directamente, sin necesidad de explicaciones narrativas ni subrayados emocionales, haciendo suyo el depurado arte de los pioneros del cine mudo elogiado por Hitchcock en las conversaciones con Truffaut. [10]
La voluntad de Ophüls de “mirar el retrovisor” a la que aludía anteriormente se materializó en su interés por incorporar a su cine algunos de los hallazgos de las artes preexistentes, reivindicando al tiempo la especificidad del cine como medio de expresión artística que él concebía separada del teatro y de la vida. De la música, tomó el interés por el tempo como modulador del film (en sus guiones, Ophüls añadía acotaciones musicales para reseñar el rimo de una escena), que culmina en la creación de una serie de filmes coreográficos, en los que el movimiento al son de la música se convierte en la forma idónea de mostrar el tránsito de los sentimientos. Así lo vemos en los famosos bailes de Madame de... (íd., 1953), La mujer de todos o el primer episodio de El placer; en las numerosas escenas en la pista de circo de Lola Montes (Lola Montès, 1956), o en la escena del tiovivo de La ronda (La ronde, 1950).

Del teatro, tomó las convenciones de la arquitectura del relato (llegando incluso a segmentar el film en actos, como hace en La mujer de todos). También la literatura sirvió idealmente a sus propósitos ofreciéndole la urdimbre de una historia, el resorte creativo que dará lugar a la sucesión de imágenes que guiará la posterior búsqueda del estilo de la película. Sus querencias literarias quedan convenientemente reflejadas en algunos de sus últimos filmes, en los que adapta novelas y cuentos de Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Guy de Maupassant o Louise de Vilmorin. Pero, sobre todo, en su cine parecen emerger las preocupaciones de un filósofo, o al menos de un ensayista, las mismas que tiene el Stendhal de Del amor [11] cuando aborda el asunto amoroso como un objeto de estudio.

A Ophüls le interesa filmar el “metafísico injerto” que describe José Ortega y Gasset en Amor en Stendhal [12] como “el amor en el que un ser queda adscrito de una vez para siempre y del todo en el otro ser”. Sus filmes nos muestran a personajes zozobrados por el discurso amoroso que les sobreviene como una enfermedad, como una fuerza que les arrebata la voluntad. En sus largos travellings dedicados al baile asistimos a la reveladora transformación del “amor placer” -ese amor delicado, de buen tono, un amor color de rosa que excluye la pasión y la espontaneidad, representado ejemplarmente por las convenciones del vals- al “amor pasión”, que arrebata a los ingrávidos amantes, mientras el mundo parece esfumarse a su alrededor. La cristalización amorosa descrita por Stendhal es mostrada en todo su éxtasis en la cristalización del estilo del director que supone el movimiento circular alrededor de los amantes, concentrados únicamente uno en el otro. El deseo cristaliza, pues, en lenguaje cinematográfico, mientras las imágenes describen las distintas épocas del amor categorizadas por Henri Beyle. A la cristalización amorosa, sigue la duda o el remordimiento -es decir, los cristales rotos del amor- y, a causa de ello, sus personajes quedan desamparados mostrando su sufrimiento desnudo ante el espectador a causa de la inesperada reacción del amante, como ocurre en películas como Madame de... o Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948). En ocasiones, el sufrimiento incluso se plasma en lo físico, como podemos observar en el cuerpo sacudido por el espasmo de la ira y el dolor del multimillonario Smith Ohlrig (Robert Ryan) en Atrapados (Caught, 1949); o en el cuerpo doliente, postrado en el quirófano, de la estrella Gaby Doriot (Isa Miranda) en La mujer de todos.

Quizá, a causa del empeño de Ophüls por reflejar algo tan intangible como ese mágico momento de la cristalización stendhaliana y su posterior desvanecimiento, Martin Scorsese confiesa que no entendió nada de Madame de... la primera vez que la vio, siendo aún estudiante. En un breve texto sobre el director, Scorsese hace suya la afirmación del crítico Andrew Sarris, quien afirma que nunca debería mostrarse una película de Ophüls a alguien menor de treinta años [13]. Seguramente, sus películas sólo puedan ser entendidas realmente por aquellos que, como dice Stendhal en el primer ensayo de prólogo de Del amor, ya “tuvieron o buscaron tiempo para hacer locuras” [14], las locuras del amor.

Notas:

1. Término utilizado por el sociólogo francés para expresar la sacralización del presente y sus valores en Iconologías. Nuestras idolatrías postmodernas, Barcelona: Ediciones Península, 2008. [Volver arriba]
2. Citado por Antoine de Compagnon en Los antimodernos, Barcelona: Acantilado, 2007. [Volver arriba]
3. A propósito de un tipo de cineastas a los que califica de “escritores de guiones”, o como mucho “ayudantes de la acción”, Ophüls afirma: “Ellos producen piezas de repuesto para nuestra industria, pero nunca inventarán un motor para ella”. El placer de ver, artículo recogido en el libreto de la edición especial coleccionista de Madame de..., Versus Entertainment. [Volver arriba]
4. Artículo recogido en el libreto de la edición especial coleccionista de Madame de..., Versus Entertainment. [Volver arriba]
5. Declaraciones recogidas en el libreto de la edición especial coleccionista de El placer. Versus Entertainment. [Volver arriba]
6. Ídem. [Volver arriba]
7. Ídem. [Volver arriba]
8. Ídem. [Volver arriba]
9. También en La máscara. [Volver arriba]
10. “Las películas mudas son la forma más pura del cine. (...) Cuando se cuenta una historia en el cine, sólo se debería recurrir al diálogo cuando es imposible hacerlo de otra forma. Yo me esfuerzo siempre en buscar primero la manera cinematográfica de contar una historia por la sucesión de los planos y de los fragmentos de película entre sí” Truffaut, François: El cine según Hitchcock, Madrid: Alianza Editorial, 1998. [Volver arriba]
11. Stendhal: Del amor, Madrid: Alianza Editorial, 2003. [Volver arriba]
12. Ensayo recogido en la citada edición de Del amor. [Volver arriba]
13. Scorsese, Martin: Mis placeres de cinéfilo, Barcelona: Ediciones PaIdós, 2000. [Volver arriba]
14. En la citada edición. [Volver arriba]

Fuentes: las citadas en las notas, y William Karl Guerin, en dos ejemplares del la revista francesa Cahiers du Cinéma, a quienes doy las gracias.

Luis Betrán

sábado, 16 de marzo de 2019

WOMAN AT WAR, de Benedikt Erlingsson























Mujeres en guerra, 2018
 
Dentro de una cinematografía en auge durante este siglo como la islandesa, con parámetros tan homogéneos y rígidos en buena parte de los títulos que exporta anualmente, la aparición de Benedikt Erlingsson –hasta entonces autor e intérprete teatral– en San Sebastián 2013 con Of Horses and Men (De caballos y hombres) supuso una cierta revelación. Su primera película parecía querer dinamitar el consabido valor emocional del paisaje de la isla en el cine de los Friðriksson o Rúnarsson, volcando su papel protagonista hacia el absurdo más grotesco; no obstante, la firme insistencia en su propia condición de objeto extraño terminaba varando aquel debut, nada vacío de arrojo, en un terreno casi más incómodo que sugestivo. Cinco años –y un interesante documental que no conozco sobre el mundo circense, The Show of Shows (2015)– más tarde, el mordaz Erlingsson parece haber suavizado sus propósitos en Woman at war, una obra que sigue incurriendo en lo insólito como valor paradigmático, así como también en algunas de las flaquezas de su anterior obra, pero que adopta para tales propósitos un diseño mucho más convencional. 

Entrando en materia desde la primera secuencia, Erlingsson presenta a una mujer madura boicoteando una planta hidroeléctrica en medio del paisaje islandés, estampa a un tiempo humana y pintoresca con la que prosigue su querencia por los desplazados de la sociedad. Halla, principio y fin de esta película, combina su actividad como profesora de canto con la batalla frontal contra la industria hegemónica que está destruyendo su entorno natural. En el dibujo del personaje, si bien observado desde un prisma amable, hay cierto valor subversivo: el gran motor vital de esta mujer decidida, soltera y sin hijos, está en una lucha por la justicia que adorna sarcásticamente con estampas de Mandela y Gandhi, pero su titánico esfuerzo se ve en riesgo el día que le comunican que su solicitud para adoptar un niño en Ucrania ha sido aceptada. Sin terminar de decidirse por elaborar un retrato firme de su condición de mujer en armas, pero sí observando sagazmente esta realidad, el autor juega de nuevo sus principales cartas a la carga de peculiaridad que oculta un relato en principio esquemático.

Así, si Of Horses and Men (2013) se definía por su obcecación en la rareza a través de la dualidad ser humano/animal, Woman at war parece más bien aplicar una gruesa capa de extrañeza a una disposición narrativa y estilística más domesticada. Su principal apuesta para ello es la inclusión en pantalla de una banda, a la manera de los corifeos del teatro clásico griego, que puntúa las andanzas de Halla con música local, impulsando la presencia de cierto exotismo en la película. Si bien resulta refrescante en sus primeras apariciones, no es menos sorprendente el protagonismo que concede Erlingsson al simpático recurso. Algo parecido se puede decir del personaje de Ása, gemela de Halla, también interpretada con magnífico carisma por la misma actriz. Halldóra Geirharðsdóttir. Al comienzo su presencia como contrapartida de la heroína se antoja muy sugerente, pero luego descubrimos que está más orientada a habilitar una última pirueta –estimable, en cualquier caso– del calculado texto, que vincula de forma inteligente la crisis ecológica del paraje nórdico con otro del Este no menos desolador.

De este modo, en una línea no demasiado reñida con algunos de los cineastas más relevantes de su país (Rúnar Rúnarsson, Sparrows, 2015), Erlingsson pretende establecer un balance entre el marcado localismo de ciertos ambientes y personajes y un universal aliento edificante. Pero, a diferencia de la tibieza general de muchos de aquellos, sigue apostando sin demasiada base por lo estrambótico en busca de insuflar personalidad a sus construcciones. Woman at war se presenta estimulante en sus aciertos, sobre todo los relativos al personaje del título, e incluso es la obra de ficción más lograda del autor hasta la fecha, pero también hace cuestionar de soslayo si con ella no ha conseguido poco más que maquillar con tino los vicios de una fórmula consabida. Quizá el inminente remake en Hollywood de esta apacible odisea añadirá más argumentos a este punto. O sea, la estropeará. Lástima. Que llegue pronto a las pantallas españolas o a Filmotecas, Festivales, o Circuitos Alternativos. Porque, al menos en Zaragoza (y muchísimas ciudades españolas), una película islandesa no va a verla, y menos en versión original, más de dos o tres cinéfilos deprisa y corriendo.

Luis Betrán

viernes, 8 de marzo de 2019

ZOLTAN FABRI

Breve historia del cine húngaro.
Me voy a referir simplemente a cineastas de los que he visto alguna película. En Hungría sucede, como en Polonia, que los máximos artistas de su historia han sido músicos. De Franz Liszt a Bela Bartok o Leos Janacek. También grandes escritores, el último, y recientemente fallecido, el premio Nobel Imre Kertesz. En cine destaca la figura del gran teórico Bela Balasz, y pasan años hasta que surge Felix Mariassy y su gran película “Budapest en llamas” (1958). Luego ya la gran figura de Zoltan Fabri, considerado por muchos el mayor cineasta húngaro de todos los tiempos. Dejo la palabra a su gran exégeta, el fallecido crítico – excelente- Ángel Fernández Santos, que escribió primero en la gran revista Nuestro Cine y luego en “El País”.

“No sé si ha estrenado comercialmente en España algún filme del húngaro Zoltan Fabri, salvo la excepcional “Húngaros”. Mi impresión es que no y, si la memoria me falla, de lo que no cabe duda es que, de estrenarse, cayó sobre un público desinformado acerca de la vigorosa personalidad de este hombre de cine. Hace unas semanas la Televisión emitió uno de sus últimos filmes, El quinto sello, que obtuvo escaso eco. Siendo esta, quizá, su mejor obra, y en ella había algunas de las constantes, casi machaconas, de este grave, profundo, casi desconocido para nosotros, cineasta europeo, y la palabra europeo, en el caso de Zoltan Fabri , no es un adjetivo, sino un sustantivo.

En la personalidad de Zoltan Fabri, como en la de Carl Dreyer, Jean-Marie Straub, Luis Buñuel o Ingmar Bergman, la circunstancia de origen es parte sustancial de su condición de artista y de intelectual. Porque, y ahí posiblemente hay que buscar la sustantividad de lo europeo en él, Zoltan Fabri es miembro del raro ramillete de cineastas, en los que el intelectual y el artista coinciden sin esfuerzo, son las dos caras de una misma moneda. Fabri nació en Budapest en 1917, fue actor, después escenógrafo y, a partir de 1952, director cinematográfico. Su etapa de plenitud comenzó precisamente en 1956, año de la rebelión del pueblo húngaro contra el estalinismo, con El profesor Aníbal, filme que hunde sus raíces en las propias raíces de aquellos terribles y febriles acontecimientos. La obra de Fabri quedó fijada por esta encrucijada histórica y de ahí provienen tanto sus limitaciones como sus alcances. El desgarro de la sociedad húngara, la escisión civil reflejada en conflictos de tipo existencial, es la materia de la práctica totalidad de la obra de Fabri, cuya cumbre es la excelente 20 horas (1964), en el que hay un acoplamiento notable entre el reportaje sobre sucesos sociales y políticos y el reflejo de estos en la interioridad de una conciencia. 

El cine de Fabri se alimenta por igual de la pasión documental y de la introspección en las zonas oscuras del individuo, por lo que puede considerársele como uno de los pocos cineastas afincados en el punto de encuentro entre el marxismo y el existencialismo. No obstante, el peso de las cuestiones anímicas aumentó progresivamente en la obra posterior de Fabri, que fue interiorizando cada vez más sus complejas excursiones en la psicología individual y poco a poco desprendiéndose de la primacía de las cuestiones sociales y políticas, que quedan en sus últimos filmes más como telón de fondo que como asunto argumental. Fabri hizo películas primorosas (las más) junto a otras de segunda fila (las menos)”. Angel Fernández Santos (El País, 2008).

Poco tengo que añadir porque estoy sustancialmente de acuerdo. Si acaso que, para mí, la cumbre de Fabri es, además de la mentada “Veinte horas”, “El bruto”, “Húngaros”, “El quinto sello”, “El partido de la muerte" (salvajemente remakeada por un absurdo John Huston en "Evasión o victoria") y “El profesor Aníbal”. Todos estos films rozan o son obras maestras. Fabri es un técnico de primer orden, y su cine es una pequeña historia de la Hungría de los 50, 60 y 70. Fue varias vece galardonado en Festivales e incluso nominado en dos ocasiones al Oscar a la mejor película de habla no inglesa. 
 Zoltan Fabri encabezó una generación de notables directores como Miklos Jancsó, Ferenc Kosa, Karoly Makk, Marta Mészaros, Andreas Kovacsi István Szabo , el único que emigraría a Hollywood on discutibles resultados. Fue la época de oro del cine húngaro y, para mí, tan solo Miklós Jancsó en “Rojos y blancos”, “Los sin esperanza” o “Salmo rojo”, se acercó en calidad a Fabri. Luego, un largo paréntesis hasta la aparición de Bela Tarr que, éste sí, puede arrebatarla a Fabri su puesto de nº1. Películas como “Armonías de Weickmester”, “La condena”, "Nido familiar", “Almanaque de otoño” y, sobre todo, “Satantangó” y “El caballo de Turín” (2011, después abandonaría el cine creo que para siempre, son obras maestras durísimas y estremecedoras. Finalmente ha llegado Laszlo Nemes y la monstruosa y genial “El hijo de Saúl”, en mi opinión, la mejor película que vi en 2016.  Luis Betrán

viernes, 1 de marzo de 2019

Lazzaro feliz (2018), de Alice Rohrwacher

Lazzaro feliz (2018), de Alice Rohrwacher  Los hombres y las mujeres, los niños y las niñas se amontonan en la cocina de una pequeña casa, riendo, bromeando y bebiendo. Uno de los jóvenes trabajadores que aran los campos de una granja de tabaco, en la finca de la región Lazio donde viven estos trabajadores rurales, acaba de serenar su verdadero amor; Las hermanas de la joven bromean con el pretendiente desde la ventana. Luego dejaron que los cantantes embriagados entraran en la casa, todo el caos y el desorden y la celebración ruidosa. Incluso el más débil del grupo, bueno, no débil, pero sin duda el más ingenuo del grupo, un adolescente llamado Lazarro (Adriano Tardiolo), se une al grupo, la abuela anciana vestida de negro de la viuda y la traslada físicamente. a las festividades. Todos levantan un alboroto antes de que amanezca el amanecer, cuando tendrán que trabajar bajo el sol para la Marchesa Alfonsina De Luna (Nicoletta Braschi).

Es ruidoso ruido de cama, estilo italiano, en otras palabras. Y es el tipo de escena de apertura que sugiere que la escritora y directora Alice Rohrwacher, una de las luces más brillantes de la producción cinematográfica contemporánea del país, está mirando hacia atrás a los días del neorrealismo de Rosselini a Taviani. Campesinos que trabajan duro, vidas difíciles, sudor y lágrimas y bambinosos traviesos , un paisaje de tierra marrón y campos de tallos verdes: de inmediato se percibe el mundo en el que se desarrolla la película, si no quién es quién o qué y qué. No inmediatamente, al menos: si has visto el trabajo anterior de la cineasta de 36 años, Corpo Celeste (2011) y The Wonders (2014), sabes que le gusta mantener las cosas crípticas todo lo que pueda. También puedes adivinar que ella potencialmente tiene algo en la manga.

Así que lanza a este clan de clase de pobreza, que incluye a una joven madre llamada Antonia (Agnese Graziani), y un capataz de habla rápida en medio de un tira y afloja doméstica. Por un lado está la "Reina de los cigarrillos" que supervisa este mini-imperio y cuya filosofía se resume como "Todos explotan a todos los demás". (El hecho de que el pueblo en el que residen se denomine oficialmente "Inviolata" es revelador). El otro lado es su hijo Tancredi (Luca Chikovani), un niño rico mimado con cabello rubio teñido y una racha rebelde. El lazarro, siempre inocente y fácil de conquistar, termina mostrando al heredero del trono de Inviolata su propio escondite especial en lo profundo de las colinas. Cuando el adolescente desaparece, todos comienzan a recorrer el campo. Sólo nuestro santo tonto de un héroe sabe dónde está. Eso, y el hecho de que Tancredi está fingiendo un secuestro para que su madre se vea ridícula.

Ahora, feliz como Lazzaro comienza a parecerse a una historia cáustica de guerra de clases, en la que el desventurado e infantil lug y sus atroces aristócratas homólogos juegan el trabajo contra la relación parásita del capital, mientras añaden matices vagamente homoeróticos. (Luchino Visconti) De hecho, es un poco chocante cuando descubrimos que Marchesa ha estado complaciendo con sus "empleados" un escenario vintage e ilegal de siervos y césped con sus "empleados". . Se pulsa un botón de reinicio de tipo. El tiempo pasa para unos, mientras que no para otros. Los lobos entran en juego, como a menudo lo hacen. De repente, hemos tomado una dura izquierda en territorio de realismo mágico. Cualquier connotación bíblica que pueda notar en los apodos de los personajes podría no ser una coincidencia.

Rohrwacher guía a su reparto, que crece para incluir a su colaboradora / hermana regular Alba Rohrwacher y al veterano actor español Sergi López, a través de esta parábola con una mano hábil; Tardiolo, especialmente, interpreta a su joven simple, con los ojos muy abiertos y los músculos voluminosos del trapecio, con una falta de culpabilidad que actúa como una caja de resonancia para otras actuaciones más reactivas. Tampoco es una sorpresa que la película haya ganado el premio al Mejor Guión en Cannes, dada la gran cantidad de giros de la segunda mitad en su primera hora sin pretensiones. Un puñado de tomas, incluida la imagen memorable de una pareja que hace un repiqueteo en un campo y una reunión improbable en la parte trasera de un camión lleno de muebles, vale el precio de la admisión solo. Pero lo que comienza como una impresionante mezcla de varias variedades clásicas de cine italiano se convierte en algo mucho más rico. ¿La veremos en Zaragoza?.
Lo dudo, no es de superhéroes ni tan tontorrona como "Roma", "La favorita" o "Green book". En la de Cuarón puedo distinguir virtudes y no es tan mala como "Gravity", "La favorita" habla del reinado de la ignota Ana de Inglaterra en versión Telecinco y "Green book" es muy tierna y navideña con una escena final espeluznante. Cosas así las hacía mejor Frank Capra.
Luis Betrán