VICTORIA, de
Justine Triet
En La bataille de Solférino (2013), ópera prima de
la francesa Justine Triet, el ejercicio profesional de una reportera televisiva
de clase media (Laetitia Dosch) se solapaba con la necesidad de atender a sus
dos hijas y confrontar a su antiguo marido. Bajo un esquema de comedia caótica,
llamada también a testimoniar el ambiente de las calles parisinas durante la
segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2012, en las que François
Hollande resultó vencedor, Triet lograba poner en pie un conflicto que era en
sí el verdadero valor de aquellas imágenes: la dificultad de una mujer moderna
para compaginar su profesión con las cuitas de su vida personal.
Tres años después del modesto éxito que supuso su
debut, la directora parece haber emprendido un notorio giro hacia la
sofisticación del enredo, pero sin comprometer la esencia por la que destacó
entonces. Victoria (2016) retoma algunos de los puntos de conflicto de La
bataille de Solférino: el exmarido de la protagonista del título (Virginie
Efira) plantea un serio escollo para su vida, con dos niñas a cuestas, un
carrusel de hombres desastrados en su cama y, sobre todo, la asfixiante
actividad laboral que supone su puesto de abogada penalista. En un escenario
personal de creciente adversidad, Victoria se ve forzada a defender la causa de
un viejo amigo, acusado por su compañera de apuñalarla durante una boda. Lejos
de ser el corazón de la película, el incidente sirve a Triet para desplegar sus
inquietudes sobre la crisis existencial de una madre divorciada y trabajadora
que lucha por su independencia, con mucho lo más interesante del relato.
Los casos de Victoria
La secuencia de esa supuesta agresión, hurtada al
espectador con la climática aparición de los tardíos créditos iniciales en una
fiesta al son de The Look de Metronomy, genera unas expectativas en la
dirección de Triet que se diluyen después en un sentido formal mucho más
convencional, pero a la par elegante y práctico. A través de él dibuja varios
caminos, todos ellos coincidentes en el punto de intersección entre la comedia
sentimental crowd-pleaser y el retrato de una realidad personal de ineludible
amargura. El mérito de la autora es mezclar sus incursiones en ambos terrenos
sin apenas aflojar el pulso: al torbellino de reveses cotidianos que asolan la
vida de Victoria, desde el pleito con su exmarido por ser objeto de un
humillante blog hasta la suspensión temporal de su empleo por intrusión, le
suceden sin pausa ocurrencias tan opuestas como la disparatada intervención de
un simio y un dálmata en el juicio final.
De este modo, Victoria pierde cohesión y
contundencia al disipar su arrolladora energía en varios frentes, pero también
se confirma como el estilo de comedia romántica, inteligente y respetuosa con
los miedos de su personaje femenino, que muchas veces se anhela encontrar en
las programaciones más comerciales. En casi todo momento más cercana a la
encrucijada vital de Toni Erdmann (Maren Ade, 2016), con la que compartió
selección en Cannes 2016, que al devaneo amoroso de una Bridget Jones, y sobre
todo con un potente regusto a screwball comedy clásica, la obra guarda en su
desenlace la mejor prueba de sus virtudes y defectos. Al consumar el inicio de
su relación con el joven Sam (Vincent Lacoste), sugerida con insistencia pero
no capital en el relato, Victoria alude al caos de su vida como razón del
aplazamiento de tal momento. Deslizar hasta la última secuencia ese instante
cumbre en cualquier narrativa romántica convencional que se precie, tras una
enorme sucesión de discusiones y pleitos, es la estrategia de Triet para representar
la complejidad del agotador ritmo de vida que retrata, quebrando clichés sin
renunciar a su aura de entretenimiento ligero y amable. También por esta última
razón, el resultado es más endeble de lo que indica su poderoso discurso.
Luis Betrán