lunes, 16 de noviembre de 2009

Romeo y Julieta en Manhattan: West Side Story

Texto de Fernando Gracia


Romeo y Julieta en Manhattan

La larga vida de espectador que uno arrastra le ha llevado a acumular miles de sesiones en las salas, muchas de ellas ya desaparecidas. La inmensa mayoría de ellas apenas han dejado huella en disco duro del cerebro, o allá donde quiera que se archiven, pero sí que hay un selecto ramillete del que uno se acuerda no solo de dónde la vio, sino las circunstancias que concurrieron.

Y una de ellas es West Side Story. Pido perdón a quien lea estas modestas líneas, pero debo confesar mi irredenta predilección por esta película. No diré que sea el mejor musical de la historia de cine –prefiero no entrar en semejantes maximalismos– pero sí que fue el que en su momento más me impactó.

Hagamos memoria. Estamos en Navidad, en el ya lejano 1963. Voy con un grupo de amiguetes que ni siquiera son habituales compañeros de fatigas, y surge la idea de ir al cine. La película del momento, por la publicidad que arrastra es esa donde dicen que cantan y bailan y donde cantan una canción que se oye mucho por la radio, María. Así que nos presentamos en el tristemente desaparecido Teatro Fleta, y aunque parezca mentira, quedan entradas. El problema es que somos bastantes y para que estemos juntos tenemos que sacar de la fila siete de butaca.

Muy cerca, vive Dios, y más cuando la pantalla es enorme. Nos la van a proyectar en 70mm. y eso es mucha pantalla. El comienzo nos desconcierta: unos colorines que van cambiando y no duran poco precisamente, y que de pronto se convierten en edificios y esos edificios van pasando ante nuestros ojos y acaban concretándose en un solar donde unos chicos juegan al baloncesto.

Y de pronto, ¿pero qué hacen? Si parece como si bailaran; caminan, dan un paso de baile, vuelven a caminar, juegan, se pelean… ¿o hacen como si pelearan, y todo es una coreografía? No nos dábamos cuenta, pero estábamos asistiendo a algo insólito en nuestras jóvenes vidas de espectador.

Desde entonces hasta el final asisto al espectáculo como anonadado. Me doy cuenta que estoy ante algo fuera de lo común, me emociono con una historia que sé que no va a acabar bien, porque está inspirada en la que leí unos pocos años antes en el Instituto a requerimientos de mi nunca suficientemente ponderado catedrático de Literatura, el bueno de Alda. Me asusto cuando brilla la navaja que surge en la mano de uno de los contendientes, me enamoro de Natalie Word –ya para siempre será María, ya me disculparán–, se me erizan los pelos cuando Ice dirige el canto y el baile en el garaje, tras las muertes de la pelea; en fin, qué más puedo decir, solo que al mes siguiente ya estaba volviendo a verla, y al año siguiente, y al otro, y al otro, y así en cada reposición hasta que se inventaron las cintas, primero de video y luego digitales.

Cuando estoy deprimido o hastiado por haber sufrido algún que otro bodrio, hago lo que seguro hacéis muchos: ponerme un fragmento de alguna película favorita, preferentemente un musical. Luis Betrán lo hizo el otro día para soportar el dolor de la muerte de Alberto. Yo lo he hecho muchas veces poniéndome un fragmento musical de las andanzas de los Sharks y los Jets allá por el lado oeste de Manhattan, y mi mente vuelve a aquel lejano día de Navidad de 1963. No echo de menos aquella época, pero sí la emoción que me produjo, algo que ya a mi provecta edad apenas alcanzo a sentir con casi nada.

1 comentario:

  1. Gracias Fernando. Abundaremos en el tema de "West side story" y del musical.

    Vergerus

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