miércoles, 7 de mayo de 2014

LA COMEDIA AMERICANA DE LOS 60

MI HOMENAJE A LA PRINCESA AUDREY HEPBURN

Las comedias filmadas alrededor de 1965, ¿tenían rasgos definitorios que las personalizasen sobre las realizadas en décadas anteriores?. Evidentemente no ha existido ruptura en el mundo de la comedia, no solo la de los años 60 con respecto a los 50, 40, 30  sino de éstas entre sí. Pero aun existiendo una evolución perceptible que ha supuesto el cañamazo de toda obra de comedia, han existido en la superficie datos espectaculares, o mejor brillantes – aunque no pocos carentes de profundidad - , que han configurado la estética sesentera. El primer cambio que se observa es una inversión de valores que pudo hacer las delicias de los estudiosos del fondo y la forma. Hasta el grupo Donen, Minnelli, Edwards, Quine etc., la comedia ha sido siempre planteada con la coherencia y el cerebralismo de un drama. Se buscaban guiones sólidos que motivaron la existencia de gentes como Riskin, Manckiewicz o Johnson, o fueron las obras teatrales de cierto prestigio las que sirvieron de base a un cine que aun pretendiendo divertir se avergonzaba de ser solo eso y estructuró las comedias como un entramado complejo que, únicamente,  la sabia ligereza de los buenos directores supo insuflar aire a un producto que pudo haber sido pétreo, y en sus manos acababa siendo trascendentalmente frívolo (Lubitsch, Sturges, Capra, Leisen….).


En este tipo de comedia la imagen era funcional y ni el look de la comedia, ni la actitud – moral y vital – con que se enfrentaban a ella los directores era distinta que a la de cualquier otro género. Quizá era esa la causa por la que cualquier buen artesano americano hacía “tan buenos dramas como comedias” o excusaría los delirantes excesos de los fans (entre los que me cuento) de Howard Hawks cuando decían que “el mejor drama era de Hawks……y la mejor comedia era de Hawks”.  Obras de coherencia interna que concordaban por entero con la visión del mundo que imperaba en la máquina hollywoodense, y que aun sometiéndose a unas reglas de género bien aprendidas era aquella quién dotaba a la obra de una personalidad y un atractivo singular. La comedia de los 60 invirtió prácticamente los valores de la tradicional.. Varió la estética, que se tornó en brillante y colorista, apareció una nueva ciencia calidoscópica para divertir con el juego de la apariencia, desapareció el andamiaje que había sustentado a la comedia tradicional, fue roto el orden interno de la película y se le sustituyó por una frivolidad que produjo la magia de los buenos films y la superficialidad de los malos.



Se habló por aquellos época , con notorio sentido de la cursilería, de la metafísica del champagne” para definir las comedias de Stanley Donen (afirmación notablemente errónea, pues de existir alguna metafísica  en el vino espumoso estaría más cerca de la comedia de salón y de frac propia de los maestros de los 30 – con el genial Lubitsch a la cabeza – que de las cintas que tan amigablemente se quería tratar), pero son otros los elementos que se entrecruzaron para configuras obras de comedia con personalidad propia en aquellos años. El lenguaje perdió coherencia con respecto a las comedias de años anteriores y, sobre todo, dejó de remitir a una visión de la vida que agrupase a todo el cine de evasión que fabricaban los estudios. Se le sustituyó por imágenes de un ritmo muy vivo, enormemente sensoriales, que inauguraron los trucos fotográficos que tanto daño harían al cine de los 70. El sentido de la imagen comportó una estética llena de fulgor en busca de un efecto mágico que generara el doble camino alegría-tristeza tan propio de los autores encuadrados en este conjunto de cineastas.


Tambien los actores vieron modificadas sus exigencias de “charme”. La suprema elegancia de moverse entre decorados falsamente modernistas, encender un pitillo, llevar el smoking, lucir los “gowns”, tomar champagne en un decorado sofisticado en el que cualquiera de estas cosas pareciese una prolongación del aire que se respiraba. Vivir, en definitiva, en un universo que parecía negar la vida y afirmar el sueño. Si la vieja comedia solicitaba de los actores “saber estar” en un ambiente creado por el sueño – y que verdaderamente parecía así para que resultara imposible simplemente “estar” - , la comedia sesentera exigía bien distintas cualidades. La elegancia de un vestir refinado se sustituía por el encanto de portar un jersey de talla tres veces mayor. Al fino paseo por lo salones con escaleras o por improbables Campos Elíseos en un Paris de cartón piedra se  oponía la carrera por la calle. Al glamour de la fotografía en blanco y negro de los 30, la nitidez del Panavisión.


La vitalidad reemplazaba a la etiqueta, el juego entre anárquico y superficial al establecimiento de muy estudiadas relaciones entre personajes. Con la comedia de los 60, el cine se mira a sí mismo, y la mirada de Audrey Hepburn  refleja de forma vital lo desarrollado a través del cine: todos sus recursos, y que es preciso ser nostálgico o “bouleversant” para hallar una salida a un género  que parecía haberlo dicho todo con Lubitsch, Wilder, P. Sturges Cukor o La Cava. Pero en Audrey este mundo cinematográfico que se ríe tambien de sí mismo se manifiesta en plenitud de alegría, en la esperanza de que este nuevo estallido de comedia nos va a llevar a alguna parte. Quizás en Kim Novak este reflejo sea el de anunciar que el camino está cerrado y que la nostalgia intimista es una bella torre de marfil para que concluye la maravillosa farsa de la comedia de Hollywood.


Porque la comedia de los 60 con sus héroes en traje de calle, sus  boys personificados en y a lo Tony Curtis, quiso ser el espejo de una época pretendidamente optimista – a derechas y a izquierdas -. Una época en que se esperaba todo y a la que colaboró desde un modesto pero, para muchos de nosotros, muy importante lugar este tipo de comedias rodadas entre chistes cinematográficos, decorados naturales, flores y viejas canciones. Fue un cine hoy totalmente descompuesto que nos enseñó que el Séptimo Arte tenía historia y que todos, realizadores y espectadores, podíamos asumirlo indisolublemente a nuestras vidas, que el “chiste privado” nos hacía parecer más listos porque descubríamos señas de identidad tras cada guiño de ojo de los protagonistas y directores de turno. En fin, cine de época en todo el sentido de la palabra. La comedia optimista, en unos momentos en que estaban todavía lejos las sucias comedias de los 70, las olas de desencantos. Cuando éramos jóvenes e ingenuos. Mejor para nosotros, peor para nosotros cuando crecimos.

Luis Betrán.- 1974 (sin retoques)

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