Las
comedias filmadas alrededor de 1965, ¿tenían rasgos definitorios que las
personalizasen sobre las realizadas en décadas anteriores?. Evidentemente no ha
existido ruptura en el mundo de la comedia, no solo la de los años 60 con
respecto a los 50, 40, 30 sino de éstas
entre sí. Pero aun existiendo una evolución perceptible que ha supuesto el
cañamazo de toda obra de comedia, han existido en la superficie datos
espectaculares, o mejor brillantes – aunque no pocos carentes de profundidad -
, que han configurado la estética sesentera. El primer cambio que se observa es
una inversión de valores que pudo hacer las delicias de los estudiosos del
fondo y la forma. Hasta el grupo Donen, Minnelli, Edwards, Quine etc., la
comedia ha sido siempre planteada con la coherencia y el cerebralismo de un
drama. Se buscaban guiones sólidos que motivaron la existencia de gentes como
Riskin, Manckiewicz o Johnson, o fueron las obras teatrales de cierto prestigio
las que sirvieron de base a un cine que aun pretendiendo divertir se
avergonzaba de ser solo eso y estructuró las comedias como un entramado
complejo que, únicamente, la sabia
ligereza de los buenos directores supo insuflar aire a un producto que pudo
haber sido pétreo, y en sus manos acababa siendo trascendentalmente frívolo
(Lubitsch, Sturges, Capra, Leisen….).
En
este tipo de comedia la imagen era funcional y ni el look de la comedia, ni la
actitud – moral y vital – con que se enfrentaban a ella los directores era
distinta que a la de cualquier otro género. Quizá era esa la causa por la que
cualquier buen artesano americano hacía “tan buenos dramas como comedias” o
excusaría los delirantes excesos de los fans (entre los que me cuento) de
Howard Hawks cuando decían que “el mejor drama era de Hawks……y la mejor comedia
era de Hawks”. Obras de coherencia
interna que concordaban por entero con la visión del mundo que imperaba en la
máquina hollywoodense, y que aun sometiéndose a unas reglas de género bien
aprendidas era aquella quién dotaba a la obra de una personalidad y un
atractivo singular. La comedia de los 60 invirtió prácticamente los valores de
la tradicional.. Varió la estética, que se tornó en brillante y colorista,
apareció una nueva ciencia calidoscópica para divertir con el juego de la
apariencia, desapareció el andamiaje que había sustentado a la comedia tradicional,
fue roto el orden interno de la película y se le sustituyó por una frivolidad
que produjo la magia de los buenos films y la superficialidad de los malos.
Se
habló por aquellos época , con notorio sentido de la cursilería, de la
metafísica del champagne” para definir las comedias de Stanley Donen
(afirmación notablemente errónea, pues de existir alguna metafísica en el vino espumoso estaría más cerca de la
comedia de salón y de frac propia de los maestros de los 30 – con el genial
Lubitsch a la cabeza – que de las cintas que tan amigablemente se quería
tratar), pero son otros los elementos que se entrecruzaron para configuras
obras de comedia con personalidad propia en aquellos años. El lenguaje perdió
coherencia con respecto a las comedias de años anteriores y, sobre todo, dejó
de remitir a una visión de la vida que agrupase a todo el cine de evasión que
fabricaban los estudios. Se le sustituyó por imágenes de un ritmo muy vivo,
enormemente sensoriales, que inauguraron los trucos fotográficos que tanto daño
harían al cine de los 70. El sentido de la imagen comportó una estética llena
de fulgor en busca de un efecto mágico que generara el doble camino
alegría-tristeza tan propio de los autores encuadrados en este conjunto de
cineastas.
Tambien
los actores vieron modificadas sus exigencias de “charme”. La suprema elegancia
de moverse entre decorados falsamente modernistas, encender un pitillo, llevar
el smoking, lucir los “gowns”, tomar champagne en un decorado sofisticado en el
que cualquiera de estas cosas pareciese una prolongación del aire que se
respiraba. Vivir, en definitiva, en un universo que parecía negar la vida y
afirmar el sueño. Si la vieja comedia solicitaba de los actores “saber estar”
en un ambiente creado por el sueño – y que verdaderamente parecía así para que
resultara imposible simplemente “estar” - , la comedia sesentera exigía bien
distintas cualidades. La elegancia de un vestir refinado se sustituía por el
encanto de portar un jersey de talla tres veces mayor. Al fino paseo por lo
salones con escaleras o por improbables Campos Elíseos en un Paris de cartón
piedra se oponía la carrera por la
calle. Al glamour de la fotografía en blanco y negro de los 30, la nitidez del
Panavisión.
La
vitalidad reemplazaba a la etiqueta, el juego entre anárquico y superficial al
establecimiento de muy estudiadas relaciones entre personajes. Con la comedia
de los 60, el cine se mira a sí mismo, y la mirada de Audrey Hepburn refleja de forma vital lo desarrollado a
través del cine: todos sus recursos, y que es preciso ser nostálgico o
“bouleversant” para hallar una salida a un género que parecía haberlo dicho todo con Lubitsch,
Wilder, P. Sturges Cukor o La Cava. Pero en Audrey este mundo cinematográfico que
se ríe tambien de sí mismo se manifiesta en plenitud de alegría, en la
esperanza de que este nuevo estallido de comedia nos va a llevar a alguna
parte. Quizás en Kim Novak este reflejo sea el de anunciar que el camino está
cerrado y que la nostalgia intimista es una bella torre de marfil para que
concluye la maravillosa farsa de la comedia de Hollywood.
Porque
la comedia de los 60 con sus héroes en traje de calle, sus boys personificados en y a lo Tony Curtis,
quiso ser el espejo de una época pretendidamente optimista – a derechas y a
izquierdas -. Una época en que se esperaba todo y a la que colaboró desde un
modesto pero, para muchos de nosotros, muy importante lugar este tipo de
comedias rodadas entre chistes cinematográficos, decorados naturales, flores y
viejas canciones. Fue un cine hoy totalmente descompuesto que nos enseñó que el
Séptimo Arte tenía historia y que todos, realizadores y espectadores, podíamos
asumirlo indisolublemente a nuestras vidas, que el “chiste privado” nos hacía
parecer más listos porque descubríamos señas de identidad tras cada guiño de
ojo de los protagonistas y directores de turno. En fin, cine de época en todo
el sentido de la palabra. La comedia optimista, en unos momentos en que estaban
todavía lejos las sucias comedias de los 70, las olas de desencantos. Cuando
éramos jóvenes e ingenuos. Mejor para nosotros, peor para nosotros cuando
crecimos.
Luis Betrán.- 1974 (sin retoques)
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