EL MELODRAMA DE
HOLLYWOOD
Durante el cine mudo, el melodrama hollywoodense adquirió
dos estilos bien definidos: por una parte el inconfundible “touch” Griffith y
por otra, que admitiría varias subdivisiones, el melodrama de actrices: Greta
Garbo, Louise Brooks, Joan Crawford Mary Pickford, etc. Los hallazgos técnicos
y gramaticales de Griffith han perdurado no solo por su asimilación en la industria, sino porque han sido
grabados indeleblemente en la Historia del Cine. Pero Griffith construyó todo
su lenguaje con el fin de poder narrar unas historias en la forma más adecuada.
Su personal manera de concebir el cine estuvo en función de lo que quería
decir, y Griffith hablaba la lengua del melodrama más desaforado. Ocurrió que
D.W. Griffith, hombre del siglo XIX, se hallaba más cerca de Dickens que de
Zola, y ello, con independencia de un moralismo que, justo es reconocerlo,
jamás molestó en sus películas. En la contraposición bien/mal, maniqueísmo
propio del cine mudo, Griffith potenció la bondad de unas criaturas que
devinieron angelicales, montando el entramado de sus cintas en función de ellas
y nunca de sus rivales. Esta forma de acercamiento al melo perduró hasta la
aparición de Bette Davis que cambió, por si sola, normas y maneras. El melo de
Griffith era indisociable con la presencia de Lilian Gish, su actriz “forever”,
caracterizada por la capacidad de
expresar el más duro sufrimiento en sus ojos. O por su rostro exacto
para la postrera heroína válida
procedente del folletón europeo.
El melodrama de actrices halló mayor eco en el cine sonoro,
así como en Griffith perduraron sus hallazgos técnicos sin que su mundo
traspasase la frontera trazada por “El cantor de jazz”. En cambio el estilo
Garbo llegó a su más completo desarrollo durante el sonoro. Las grandes divas
americanas del silente (Garbo ya lo fue entonces) soportaron el trance de
perder la mudez y evolucionaron hacia
los gustos del público años treinta con mejor fortuna que sus colegas europeas
y sus vehículos del mudo (hubo excepciones, Lilian Gish o Mary Pickford tambien
se quedaron en el camino en tanto que estrellas). El melodrama sonoro europeo
se mostró incapaz de salir del ámbito de
la literatura decimonónica. Y es que durante el mudo los films de Greta Garbo o
Louise Brooks carecían de refinamiento pero la fuerza poética y pasional de
aquellas obras fue superior a la de cualquier época venidera. Películas como “El
demonio y la carne” (The flesh and the devil, Clarence Brown 1928) eran, no
la escritura automática pregonada por
los surrealistas pero sí el sentimiento automático. No había otro impulso en
esa película maravillosa que la pasión amorosa entendida como símbolo de lucha
del hombre frente al cosmos. Historias disparatadas que cobraban inusitado vigor
y total sinceridad en el arrojo con que eran contadas, buscando una
estilización en todos y cada uno de los
elementos de la realización. Y si Felicitas/Garbo nació para el mal antes que
la futura reina Bette Davis (y sin redención alguna), mr. Brown no lograría una
obra mejor que ésta a lo largo de su dilatada carrera.
Decorados de sueño, emociones de pesadilla y luces
deificadoras abstraían los melos del silente de toda saturación contaminante
del realismo. Procedieron, sin embargo, partiendo del naturalismo, pero la
intensidad con que acentuaban aquellos elementos casi surrealistas terminaban
por alejarles de cualquier origen cercano a Zola. Todo el melodrama del sonoro
estaba ya contenido en aquellas obras. La pulsión sentimental, que era absoluta,
fue relativizándose cuando el cine empezó a hablar, perdió pureza el melo, pero
de cuando en cuando al despojarse de la hipocresía que le impedía serlo del
todo adquirió la misma grandeza de tiempos pretéritos.
Toda la fuerza del melo mudo se basó en los personajes
femeninos; sobre ellos gravitó la filosofía de las distintas clases de
películas. Evidentemente Lilian Gish personificó algo muy diferente a la Greta
Garbo parlante, pero el denominador común es que ambas atraían sobre si todos
los elementos artísticos de las películas. En general el melodrama de actrices
durante el mudo se caracterizó por desarrollarse casi al final de la década de
los veinte, y porque la actividad de sus mujeres hicieron olvidar la moral de
la huerfanita que tan maravillosamente protagonizó Lilian Gish. La actividad de
estas heroínas, coetáneas de las flappers de los twenties, siempre centrada en
la búsqueda del amor, las hizo situarse al borde de la moral ambigua, sin Dios
ni Patria, carentes de otro sentido que aquel que su intuición les hacía
reconocer como medio útil para unos fines que eran luces apagadas. Cierto que
los finales acarreaban espectaculares
castigos para aquellos seres que habían decantado el romanticismo literario para
obtener de él, con la mayor pureza, las más simples e intensas emociones
derivadas de las relaciones amorosas. El melo de aquellos años era una suma de
momentos, siempre rozando el “bigger than life”, porque se prescindía del nexo
terrenal que pudiera ayudar a situar la obra en el siglo. La adicción de
emociones suplía a la de reflexiones.
Luego vendría Hays y su horrendo código y, olvidando que a
Greta Garbo se la tragaba la tierra, modificaría el sentido de los relatos. Los
castigos finales ya no existieron en tanto que las heroínas del melo sonoro en
los treinta retrocedieron a causa del inquisidor a las deudas contraídas con
Griffith. Quizá el éxito del melo en las plateas, aparte de lo comentado, se
debió a su desprendimiento de influencias intelectuales que, por ejemplo,
siempre aquejaron al melodrama alemán.
El Kammerspiel no siempre produjo obras
maestras, y a veces esas ínfulas filosóficas contribuían a enfatizar la
realización técnica sin ganar a cambio mayor profundidad en cualquier aspecto
de la historia. Los americanos simplificaron
el asunto y pasaron olímpicamente de la objetividad de luces y decorados
respecto a personajes – que devino en el paso del tiempo un distanciamiento
inapropiado para la aceptación del público – a la subjetividad absoluta, donde
la escenografía estuvo siempre en función de potenciar hasta el máximo la
personalidad, el look de sus protagonistas, de tal forma que cada elemento
constituyente de la puesta en imágenes fuese la proyección de los personajes y
que estos no respondieran sino a la idea sentimental que fue motor de su
existencia.
Luis Betrán
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