miércoles, 14 de mayo de 2014

DOSSIER MELODRAMA CLÁSICO (II)

EL MELODRAMA DE HOLLYWOOD 
 

Durante el cine mudo, el melodrama hollywoodense adquirió dos estilos bien definidos: por una parte el inconfundible “touch” Griffith y por otra, que admitiría varias subdivisiones, el melodrama de actrices: Greta Garbo, Louise Brooks, Joan Crawford Mary Pickford, etc. Los hallazgos técnicos y gramaticales de Griffith han perdurado no solo por su asimilación  en la industria, sino porque han sido grabados indeleblemente en la Historia del Cine. Pero Griffith construyó todo su lenguaje con el fin de poder narrar unas historias en la forma más adecuada. Su personal manera de concebir el cine estuvo en función de lo que quería decir, y Griffith hablaba la lengua del melodrama más desaforado. Ocurrió que D.W. Griffith, hombre del siglo XIX, se hallaba más cerca de Dickens que de Zola, y ello, con independencia de un moralismo que, justo es reconocerlo, jamás molestó en sus películas. En la contraposición bien/mal, maniqueísmo propio del cine mudo, Griffith potenció la bondad de unas criaturas que devinieron angelicales, montando el entramado de sus cintas en función de ellas y nunca de sus rivales. Esta forma de acercamiento al melo perduró hasta la aparición de Bette Davis que cambió, por si sola, normas y maneras. El melo de Griffith era indisociable con la presencia de Lilian Gish, su actriz “forever”, caracterizada por la capacidad de  expresar el más duro sufrimiento en sus ojos. O por su rostro exacto para la postrera  heroína válida procedente del folletón europeo. 


El melodrama de actrices halló mayor eco en el cine sonoro, así como en Griffith perduraron sus hallazgos técnicos sin que su mundo traspasase la frontera trazada por “El cantor de jazz”. En cambio el estilo Garbo llegó a su más completo desarrollo durante el sonoro. Las grandes divas americanas del silente (Garbo ya lo fue entonces) soportaron el trance de perder la mudez y evolucionaron  hacia los gustos del público años treinta con mejor fortuna que sus colegas europeas y sus vehículos del mudo (hubo excepciones, Lilian Gish o Mary Pickford tambien se quedaron en el camino en tanto que estrellas). El melodrama sonoro europeo se mostró incapaz de salir  del ámbito de la literatura decimonónica. Y es que durante el mudo los films de Greta Garbo o Louise Brooks carecían de refinamiento pero la fuerza poética y pasional de aquellas obras fue superior a la de cualquier época venidera. Películas como “El demonio y la carne” (The flesh and the devil, Clarence Brown 1928) eran, no la escritura automática pregonada  por los surrealistas pero sí el sentimiento automático. No había otro impulso en esa película maravillosa que la pasión amorosa entendida como símbolo de lucha del hombre frente al cosmos. Historias disparatadas que cobraban inusitado vigor y total sinceridad en el arrojo con que eran contadas, buscando una estilización  en todos y cada uno de los elementos de la realización. Y si Felicitas/Garbo nació para el mal antes que la futura reina Bette Davis (y sin redención alguna), mr. Brown no lograría una obra mejor que ésta a lo largo de su dilatada carrera. 


Decorados de sueño, emociones de pesadilla y luces deificadoras abstraían los melos del silente de toda saturación contaminante del realismo. Procedieron, sin embargo, partiendo del naturalismo, pero la intensidad con que acentuaban aquellos elementos casi surrealistas terminaban por alejarles de cualquier origen cercano a Zola. Todo el melodrama del sonoro estaba ya contenido en aquellas obras. La pulsión sentimental, que era absoluta, fue relativizándose cuando el cine empezó a hablar, perdió pureza el melo, pero de cuando en cuando al despojarse de la hipocresía que le impedía serlo del todo adquirió la misma grandeza de tiempos pretéritos.


Toda la fuerza del melo mudo se basó en los personajes femeninos; sobre ellos gravitó la filosofía de las distintas clases de películas. Evidentemente Lilian Gish personificó algo muy diferente a la Greta Garbo parlante, pero el denominador común es que ambas atraían sobre si todos los elementos artísticos de las películas. En general el melodrama de actrices durante el mudo se caracterizó por desarrollarse casi al final de la década de los veinte, y porque la actividad de sus mujeres hicieron olvidar la moral de la huerfanita que tan maravillosamente protagonizó Lilian Gish. La actividad de estas heroínas, coetáneas de las flappers de los twenties, siempre centrada en la búsqueda del amor, las hizo situarse al borde de la moral ambigua, sin Dios ni Patria, carentes de otro sentido que aquel que su intuición les hacía reconocer como medio útil para unos fines que eran luces apagadas. Cierto que los finales acarreaban  espectaculares castigos para aquellos seres que habían decantado el romanticismo literario para obtener de él, con la mayor pureza, las más simples e intensas emociones derivadas de las relaciones amorosas. El melo de aquellos años era una suma de momentos, siempre rozando el “bigger than life”, porque se prescindía del nexo terrenal que pudiera ayudar a situar la obra en el siglo. La adicción de emociones suplía a la de reflexiones.


Luego vendría Hays y su horrendo código y, olvidando que a Greta Garbo se la tragaba la tierra, modificaría el sentido de los relatos. Los castigos finales ya no existieron en tanto que las heroínas del melo sonoro en los treinta retrocedieron a causa del inquisidor a las deudas contraídas con Griffith. Quizá el éxito del melo en las plateas, aparte de lo comentado, se debió a su desprendimiento de influencias intelectuales que, por ejemplo, siempre aquejaron al melodrama alemán.


El Kammerspiel no siempre produjo obras maestras, y a veces esas ínfulas filosóficas contribuían a enfatizar la realización técnica sin ganar a cambio mayor profundidad en cualquier aspecto de la historia. Los americanos simplificaron  el asunto y pasaron olímpicamente de la objetividad de luces y decorados respecto a personajes – que devino en el paso del tiempo un distanciamiento inapropiado para la aceptación del público – a la subjetividad absoluta, donde la escenografía estuvo siempre en función de potenciar hasta el máximo la personalidad, el look de sus protagonistas, de tal forma que cada elemento constituyente de la puesta en imágenes fuese la proyección de los personajes y que estos no respondieran sino a la idea sentimental que fue motor de su existencia.

Luis Betrán

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