EL MELODRAMA DE
HOLLYWOOD
Con la llegada del sonoro se produjeron múltiples
modificaciones en el género. En primer lugar surgieron un conjunto de
directores – salvando lo abusivo que pueda resultar hablar de autor en el
Hollywood de los treinta – que utilizaron el melodrama nunca como género
propuesto como objetivo final de sus películas, sino como soporte para apoyar
historias cuya raíz podría no ser en
absoluto melodramática. Ello trajo como consecuencia la aparición de diversos
subgrupos de melos. Esta división no procedía de un enriquecimiento o una
evolución del género, sino que las dispersiones
se produjeron en razón a que el melodrama
abarcó zonas más amplias de temas, pero no como fin propuesto sino como
punto de sustentación al relato costumbrista, al film político, al de gánsteres
e incluso a la crítica social.
Sería más justo decir que diversos géneros que tuvieron gran
protagonismo en los años de comienzo del sonoro se tiñeron del escarlata del
melodrama, en algunos casos con tal intensidad que se invirtieron los papeles
pasando el melo a ser la parte más visible del film, y ocultando en lo profundo
del iceberg aquello que inicialmente pudo haber sido la razón principal de la
existencia de la película: crítica social acción, musical o cualquier otro
género en el que la cinta parecía inscrita. Así pues el melodrama acabó por
inundar, de una forma subrepticia, el cine hollywoodense de la época y nunca
como propuesta de comienzo y, al revés, casi siempre en los meandros del
desarrollo posterior de la historia narrada. Cabría decir, entonces, que la
praxis de los relatos a filmar era invariablemente territorio del melodrama.
Este hecho disgustó sobremanera a los críticos y estudiosos de aquellos años,
ya que se veían obligados a bucear en procelosos mares para encontrar en cada
película aquello que presuntamente había sido el núcleo de la célula a partir
del cual se había realizado el film. En roman paladino, lo que ellos creían
auténticamente válido y quizá sus propios autores tambien, porque si luego
bañaban su obra en el caldo agridulce del melodrama era por creer a pies
juntillas que los dioses de la taquilla así lo deseaban.
Pero los años han pasado y hoy (en 1978, dejo a la
imaginación el terrible 2014) puede apreciarse que el sentido crítico de
aquellos films forma unidad indisoluble con el idioma en que fueron expresados,
de tal modo que considerando las películas como totalidad de objetivos, medios
y lenguaje, para observarlas en la distancia se hace impensable que los
mensajes del “new deal”, por ejemplo, pudieran haber llegado al espectador
merced a vehículos distintos que la comedia melodramática a lo Frank. Capra. Y
antes de sumergirnos en las turbulentas aguas del melo romántico, podría
dudarse de quién entendió y sirvió mejor en los treinta el estilo más
conveniente para el supergénero: el ruido y la furia de King Vidor, la
elegancia incipiente y contenida de William Wyler o el delirio terrenal o
celestial de Frank Borzage.
En la década siguiente – los cuarenta – Vidor y Borzage ya
habían dado lo mejor de si mismos y si bien el primero resucitaría esporádica y
esplendorosamente en contadas ocasiones, no le cabría esa gloria al segundo. En
la acera de enfrente, Wyler ascendería a las alturas de su exquisita narrativa,
de sus maravillosos planos secuencia. Sí, el denostado ridículamente por el
filmidealismo William Wyler. Un maestro cuyas enseñanzas partían seguramente de
la extrema sutileza de “Una mujer de Paris” de Chaplin con gotas de los
Von Stroheim y Von Sternberg. Ninguno de los cuatro, y no es casualidad en los
trazos y matices de su escritura cinematográfica, había nacido en los Estados
Unidos de Norteamérica. Tampoco el genio alemán F.W. Murnau, cuyo melodrama
silente “Amanecer” jamás fue superado.
Luis Betrán
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