EL MELODRAMA DE HOLLYWOOD
Cuando se habla del western, todo el mundo sabe a que
atenerse. El último espectador identificaría fácilmente un film del oeste, y no
solo por la factura externa de la peripecia – paisajes, casas, ciudades – sino
porque la historia se desarrolla con arreglo a unas pautas largamente conocidas
por el público. Cuando se trata de un drama policíaco, existen unos
denominadores comunes a cualquier subdivisión del género que los aglutinan en una
personalidad única. Y si se trata del musical o del cine de “romanos” – desde
el “peplum” a “Espartaco”- se podría decir otro tanto. Pero si se trata del
melodrama el problema es mucho más complejo, porque el melodrama es un género
pero tambien una determinada posición que da prioridad al universo sentimental
sobre cualquier otra consideración, de tal forma que puede invadir el western,
el policíaco, el musical y el cine histórico. En tanto que género, carece de
escenografía propia y vive de prestado de los restantes géneros; pero esta
prestación es sumamente interesada ya
que desnaturaliza el original del western, del policíaco o del musical. El
melodrama vive agazapado tras seres e historias que pudieron haber sido
presentados o desarrollados de forma distinta, sin asomo de cualquier cariz melodramático.
El predominio del sentimiento sobre la razón, de la razón
individual sobre la colectiva, encierra casi siempre una magnificación del
sufrimiento que, desde que el mundo es mundo, apasiona el lado masoquista del
espectador. Cierto que el melodrama es esto y algo más: la propia inmensidad de
su campo de acción que invade cualquier otro género conocido e inunda
prácticamente al cine como espectáculo, le hace
perder unas características e ir ganando otras al contacto de las nuevas
bases en que va a desarrollarse. Así un melodrama sudista será igual a un
melodrama familiar, y no será lo mismo “Serenata nostálgica” (Penny serenade,
George Stevens 1941) que un film de Bette Davis. Al melodrama le ocurre como a
su antitético cine cómico. Carecen de escenografías propias y su presencia se
debe a la acentuación de algunos aspectos de la historia haciendo abstracción
de otros que podrían restar intensidad a
aquellos. Así pues el melodrama carece de un aspecto totalizador y al contrario
su buen éxito dependerá de que la abstracción de elementos sobrantes sea lo
suficientemente amplia como para que resalten los de contenido sentimental, que
precisamente a piori pueden ser tomados como los más débiles del argumento. No
en balde la presencia de elementos melodramáticos en historias que
voluntariamente intensifican matices de las mismas alejados del melo han sido
siempre considerados defectos de la obra resultante.
El melodrama de fuerte raíz romántica caló pronto en el cine
americano siendo, tras el cine cómico, el género más importante en el periodo
silente: hacer reír primero y luego hacer llorar. Esta interpretación podría
ser muy primaria, pero lo cierto es que dirigido el cine a un público en gran parte
analfabeto y casi siempre inculto, Hollywood, que jamás se planteó el hacer films para la educación de nadie,
comprendió que tenía ante si a millones de potenciales espectadores cuyos
gustos estéticos pasaban por el folletón
antes que por cualquier otra fórmula literaria. Hechas al estilo de Sue o Montepin,
los europeos, y a la nada previa los estadounidenses, se supo ver el filón y se
explotó a fondo. Todo film mudo, incluso de aventuras o cualquier otro género
salvo el cómico, (y aún no siempre, las películas de Chaplin fueron
invariablemente extraordinarios melodramas) se vio teñido de ese color
melodramático que constituyó una patente de corso en una fábrica de sueños
todavía muda.
Pero el melo encajó perfectamente con la filmografía que el
cine impartía. El sentido individualista de esas narraciones cuadraba con la
adoración por el esfuerzo personal tan propia del cine yanqui; además ya queda
señalado que el melo no presupone ruptura con otros géneros, en muchos casos él
mismo no es un género singularizado sino una forma de contar las historias
trayendo a primer plano todo lado sentimental por muy subyacente que estuviere.
Con tal plasticidad el melodrama tuvo la misma ideología que tenían los géneros
con los que convivía, y con la particularidad que al salir a flote el elemento
sentimental adquirían una sinceridad derivada de la exageración del conjunto de
ideas, hábitos y tabúes que conformaban la médula ideológica del cine
americano. El melodrama se ha desnudado hasta los huesos, dejando ver todo el
sustrato de ideas que caracterizaban a los seres que se debatían entre el amor
y el dolor. El melodrama carece como género – las pocas veces que se presenta
químicamente puro – de la astucia del relator de historias. Son narraciones
donde poco o nada se deja en la manga y donde el autor olvida muchas veces el
principio salvador de la ambigüedad para dejarse arrastrar por la energía fatal de su historia. La
contención sienta tan mal al melodrama
como el luto bien a Electra. Porque la belleza última del melo está, no
en el análisis, sino en la capacidad de arrastre que impongan los personajes
para oscurecer la vista del espectador y hacerle estar durante dos horas en el
ojo del huracán de una tempestad cuyos vientos son los sentimientos absolutos. De
ahí que cuando algún director, por un incomprensible pudor, ha ocultado
deliberadamente los puntos folletinescos de una obra que de por si los llevaba
a raudales, no solamente no ha conseguido un film importante para una supuesta
“qualité” sino que no ha hecho más que un melodrama sordo y definitivamente
frustrado.
Luis Betrán
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