viernes, 1 de julio de 2011

Memorias de 1967 a 1977-La década prodigiosa VII-El Cine:Dosier Federico Fellini/y 4






Como si al propio Fellini le abrumara la ola de dudas que asusta a la protagonista de "Ocho y medio", los films inmediatos no se encuentran entre lo más florido de su obra. "Giulietta degli spiriti" (1965) presenta un extraño maridaje entre Gelsomina (en una última e imposible resurrección) y el genial show que la ha precedido. La idea que tiene Fellini del espectáculo crece hasta enloquecer. La Historia del Arte, y con más frecuencia la del Cine, está llena de héroes que desarrollaron su actividad en un medio diverso, cuando no adverso, al que se desenvolvió el héroe. Desde "Alicia en el país de las maravillas" a "Tarzán en Nueva York". Este ritual, de tan repetido, abarca buena parte del arte popular. Fellini, que no puede llevar a los Hermanos Marx ni al oeste ni al circo, puso de nuevo en órbita su personaje (sonrisa incluida) al que se había comparado con Charlot e hizo una película que bien podría titularse "Gelsomina en el país de Fellini".






La pobre mujer se ve lanzada a un mundo fantástico cuyos contactos con la vanguardia deben observarse en formas retrospectivas. El circo felliniano coquetea con el modernismo pero su sentido de la vanguardia ya estaba sobrepasado por "La bella y la bestia" (La belle et la bête, Jean Cocteau 1946). "Giulietta de los espíritus" cuenta, con parva fortuna, el presumible desanclaje entre el singular personaje y el reino de hadas malvadas en que le toca vivir. "Toby Damnit", sketch dirigido por Fellini para "Histoires extraordinaires", 1967), señala el límite de los campos de acción de Edgar Allan Poe y Federico Fellini. La invasión de lo felliniano en las atmósferas del propietario de la casa Usher, de la cabellera de Ligeia o de los dientes de Berenice, se revela tan bella visualmente....como desafortunada en el resto. El señor de Arnkeim nunca fue al circo.






Tras estos films, Fellini es un artista consagrado, autorísimo de sus películas y perteneciente al gotha sagrado habitado por muy pocos cineastas. El triunfo le hace sobrepasar una moral culturalmente impuesta, pero sentida y escasamente asimilada como hombre y artista. Fellini, cual nuevo César, se autodeifica; sus películas futuras serán templos erigidos a su honor y gloria. Los no creyentes en esa religión serán aherrojados, los fieles saborearán los manjares del circo Fellini y se pedirá genuflexión en reclinatorio.  La beatería individual de tantos miles de de espectadores - más allá de cinefilia - se pondrá al servicio del nasciturus dios latino, cada día más gordo y de cráneo más enorme hasta diferenciar - faltaría más - las testas de los hombres y los dioses.





La era del divino Fellini es, evidentemente, la de los 70. La década anterior ha arrumbado el cine de productora y el llamado artesanal se refugia en las series de televisión. En realidad, el cine se singulariza  y la película es. progresivamente, la consecuencia directa de la capacidad del director para mostrase como un ente artístico o industrial. Los 70 son la era del superautor. Un reducido grupo de realizadores aglutina sobre si la consideración artística del cine. Hacen películas personalísimas  en las que sus caprichos u obsesiones devienen objetos de arte. Se les pide la exhibición de un universo intransferible pero que pueda acogerse por una pequeña burguesía ilustrada que es la que sostiene el concepto. El cine "arty" de estos grandes creadores ocupa el primer lugar del ranking desde su privilegiada postura. Causa asombro recordar como los sobresalientes directores del pasado andaban como locos luchando contra los Warner, Goldwyn, Thalberg o Cohn. De que manera Eisenstein no pudo terminar sus proyectos americanos. Como Orson Welles vio alterada su obra o cual fue el resultado de las desmesuras geniales de Eric Von Stroheim. Ahora los Grimaldi, Ponti o De Laurentis exigen de los Fellinis que lo sean en grado tan intenso como los Mayer o Zukor pedían belleza para los aureolados cabellos de Greta o Marlene, mientras quién las dirigía tenía que limitarse a una labor rigurosamente prediseñada. El público que antaño no pasaba de conocer a Hitchcock, aprendió la existencia de Bergman y luego manejó con soltura  nombres, opiniones y conceptos reservados antes al reducido ámbito de los "connaisseurs".





Así Fellini desarrolla su personalidad en el momento justo. Se acuerda de que "La dolce vita" puede ser de nuevo buen sustento para la función, solo que sustituyendo al guía-moralista por inocentes pecadores nada proclives a considerar que la "dolce vita" romana de "Satyricon" pueda juzgarse desde cualquier moral enojosa. La obra de Petronio se convierte, como era presumible, en la de Fellini. Otra vez la zarabanda de antaño, el carnaval felliniano a tope. Los romanos se entregan, ahora sin culpa, a los placeres de la vida. Por un camino, en cierta forma similar al seguido por Pasolini hasta su "trilogía de la vida", Fellini depura su poética, una de las bazas fuertes de su primera época, hasta hacerla desaparecer. El hedonismo es la meta vital de sus nuevos héroes. Un grosero materialismo barre las glorias espirituales de "La strada". Fellini sobrepasa al mismo Petronio.




Trompeteros anuncian que la pasarela presentará a continuación a la curia vaticana vestida a la moda otoño-invierno. Que "Roma" será una fiesta exuberante y barroca con un único dueño: F.F., convertido en honorable señoría, y aún santidad, que manejará a su antojo el viejo espíritu romano, el que proclaman las agencias de viajes que existe en el Trastevere, en Vía Véneto o junto a la Vía Appia Antica. Todo de color naranja ocre, como las casas romanas iluminadas por el sol de octubre o el una pasta cualquiera salpicada de las infinitas salsas. Colores amarillentos de oro viejo, ese color que el gran cine italiano nos ha traído en "Crónica familiar", "El gatopardo" o "Novecento". Celebrada la ceremonia de Roma, acto de la liturgia felliniana que concluía la cueresma de los últimos años de los 60, el éxito le obliga a un más dificil todavía (1).






Hasta su deceso como director y como ser humano (1920-1993), Fellini da rienda suelta a su fantasía mediterránea. Sus amables fantasmas se agolpan, aprestándose  a complacer una demanda que le exige día a día que abra nuevas puertas a los sueños y que sea más colorista, vivaz e ingenioso, que su chistera no deje de producir nuevos trucos - y estos a veces serán buenos como "Amarcord" (1973) o "E la nave va" (1983) o malos como "I clowns" (1970), "Ginger e Fred" (1985), "La citta delle donne" (1979) o la póstuma "Le voce dalla luna" (1990) -.Se autoexigió, como el director de "Ocho y medio", pasar incesantemente por el alambre del funambulista. Pero el demiurgo que tanto ha trabajado por serlo advierte - como ya le ocurrió una vez, cuando los oscars adornaban su casa - que el artista no puede vivir de un sueño perenne, que la realidad es cambiante, que es imperativo un golpe de timón. 






"Casanova" agudiza el sentido del espectáculo, pero rambien la reflexión sobre el mismo. El show se torna grisáceo, lejos ya la cercana luz de "Amarcord". Los trucos dejan un poso de amargura , la brillantez no impide que las máscaras de los mugrientos oculten el sudor, la piel enferma, la vejez de unos personajes que parecen ser todos iguales o títeres con la vida perdida, engullidos por un mar de plástico y aplastados por un cielo de lona. El rodaje de "Casanova" nos traía noticias de problemas económicos: algo fallaba en la rentabilidad del genio. Las computadoras no yerran y si Fellini sobrepasa la línea del presupuesto, con el inmediato stop del patrocinador, es porque los beneficios ya no son los de antaño. Ahora toca frenar esa imaginación desbocada. Esposar las manos del despilfarrador. Fellini se convierte en un expendedor de fantasía demasiado caro. Ha ido demasiado lejos, repetirán los Grimaldis y De Laurentis de turno, no dudando de que sus antecesores tambien le hubiesen parado los pies cerrando el grifo de oro indispensable para que la carpa de eleve con esplendor. El infinito viaje del sr. Mastorna, de inacabable comienzo, nos habla de un Fellini que parece perder el favor de otros dioses: los de las finanzas. A él, como a Welles o Stroheim 30, 40, 50...años antes, debera vigilársele estrechamente. Ni un centavo, ni una lira en lo que no puede ser vendido. Si hay quién pague habrá otro Fellini......."Casanova" alimenta la duda.


Luis Betrán.- Zaragoza, 10 de marzo de 1979






1) Este viejo texto ha sido convenientemente puesto al día. Debo aclarar que Fellini nunca fue uno de mis cinestas de cabecera. No obstante - y por ello se ha traído a estas "memorias" este dossier - ningún otro gozó del éxito y la expectación que merecieron en Zaragoza sus películas en la "década prodigiosa" (1967-1977). La inevitable cita al paso del tiempo me lleva a explicar que a fecha de hoy me aburren "Satyricon" y "Casanova", me divierte intermitentemente "Roma", admiro sin entusiasmo "Amarcord" o "E la nave va". Del resto prefiero guardar piadoso silencio. Me dio pena que "Intervista" - en la que salían el propio Fellini, Mastronioanni, Anita Ekberg, Cinecittá - ya no interesase a nadie en tanto que era una disfrutable y geriátrica muestra de indesmayable narcisismo. No. Mi Fellini es, y lo será "per sempre", el de "I vitelloni", "Las noches de Cabiria" y - capo lavoro - "Ocho y medio". Asimismo este dossier ha intentado, cuando se escribió y ahora mismo, apartarse radicalmente del los tópicos del filmidealismo reiterados hasta la náusea por José María Latorre y sus esclavos en "Dirigido por...". La crítica cinematográfica española permanece anclada en criterios de hace 40 años o más. Tan risible como lamentable.

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