"Ludwig" (1972) acentúa
más ,si cabe, el cuasi-enfermizo romanticismo de "Muerte en Venecia"
acabando por ser el film más delirante del cineasta (y uno de los más bellos).
Obra claramente dividida en dos mitades: la primera parece retomar la
lucidez de "El gatopardo" a
través de unos diálogos de excepcional calidad para en la segunda - que al
parecer sufrió diversas manipulaciones debidas a la enfermedad de Visconti y a
la desmesurada longitud de la película - volver al erótico delirio de
"Muerte en Venecia" con menor emoción. El amor con que Visconti
contempla a este enfermizo príncipe dedicado en todo al Arte - sin ser artista
– y en nada al gobierno de su estado parece conducir hacia una identificación
con Luis II de Baviera que sería notablemente coherente con "Muerte en
Venecia", dado que ambos films narran trayectorias en pos de la Belleza
que, al llegar a ser entrevista, provoca la destrucción de los viajeros. Para
Luis II de Baviera el Arte es la vida y la Historia es la muerte, y Luchino
Visconti, aún intentando como puede, - y lo logra magistralmente -, cubrir las
apariencias, no parece muy lejano del infausto monarca que arruinaba la
economía de su reino edificando palacios y subvencionando a un músico arribista
y desvergonzado - Wagner naturalmente - que tenía la excusa suprema de ser
genial.
Con sus cuatro horas largas "Ludwig" gozó de una acogida tan
injusta como exagerado había sido el reconocimiento a "Muerte en
Venecia", porque los errores y aciertos de ambos films son similares y los
dos constituyen la misma cara de la moneda, lejos ya de la habilidad con que
Visconti podía cubrirse las espaldas en "La caduta degli dei". Pero
aún careciendo ''Ludwig" de la magia lírica de "Muerte en
Venecia", no se debe considerar a éste film, como un gigantesco y
deslumbrante error. Es de ley insistir en que al menos dos tercios de la
película valen - y en mi opinión superan - lo que "Muerte en
Venecia", aunque otra vez se malogre la obra maestra en un tercio final
atropellado y confuso, no del todo imputable a Visconti, pero que podría servir
para demostrar por enésima vez que no hay porque justificarse cuando se está
convencido de lo que se dice, aunque ello sea una aberración dialéctica.
Ser o no ser un reaccionarlo.
La obsesión de la muerte y el
afán de dejar un testamento a la posteridad. Visconti en sus últimos años
parecía trabajar para eso, lo cual, como dice Orson Welles, es tan vulgar como
trabajar por dinero. El grupo de familia en "Muerte en Venecia" y en
"Ludwig", va a ser el asunto de "Confidencias" como
proclama su título original (Gruppo di famiglia in un interno 1974). El núcleo
familiar burgués y mendaz que rodea al agonizante profesor (alter ego del
cineasta con Burt Lancaster otra vez y casi tan grandioso como en “El
gatopardo”) que se justifica de no entender ya la sociedad en que vive, de no
poder participar en la modernidad, de refugiarse en los libros, los cuadros y
la música de otro tiempo (y de paso enamorarse de Helmut Berger, una algo
exótica nueva izquierda); exclamando patéticamente !Yo no soy un reaccionario!.
Visconti se empeña en responder a todos aquellos que ya le habían dejado de
considerar un artista progresista, un intelectual avanzado. Pero esa respuesta
es poco convincente. Película intimista y rodada íntegra en decorados,
"Confidencias" es sentimental y algo llorona, pero conmovedora y
sincera. La fuerza poética que confirió todo su valor a "Muerte en Venecia"
y a "Ludwig" no se evapora en este ritual de los adioses. La frase
del profesor sirve de tapadera a un enfermo encerrado en si mismo que parece
ser una bella reliquia del pasado. ¿Acaso ya sólo le queda cultura y ya no
existe la lucidez?. "El
inocente" (L’innocente 1976) va a demostrar lo contrario cuando más
improbable parecía.
El que Luchino Visconti venciera
todos los traumas testamentales de su última época y fuese capaz de darnos una
obra póstuma (dirigida desde silla de ruedas y al grito de ¡¡¡empujen el cadáver¡¡¡)
tan sugerente y sensual como "El inocente" es algo que cuanto menos
resulta admirable. De hecho no deja de ser provocativo que el mismo autor que
en su juventud se inspirase en Gramsci y en Verga, se sirva en su ocaso de
Gabrielle D'Anunzio, folletinista tildado siempre en Italia de fascistoide.
Luis Betrán
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