Ayer supimos de la muerte de Blake Edwards y doblaron las campanas como si hubiera fallecido un genio indispensable del cine y hasta de la cultura de la segunda mitad del pasado siglo. Me pregunto ¿Que sucederá el día - cuanto más tarde mejor - en que le siga Clint Eastwood?. Toda la cinéfila y católica España, e incluso la que no lo es, se verá obligada a guardar luto riguroso al menos una semana y se pedirá al Gobierno que la bandera ondee a media asta. Habrá alguien que se abstendrá de tanto dolor, como pasa olímpicamente de la grandeza inconmensurable del finado esposo de Mary Poppins. El amo y señor de vergerus. Mira que es gruñón y desagradable el tipo y como disfruta llevando la contraria a la mayoría.
Las salsas agridulces
Todo amante de las cocinas orientales reconoce la excelsitud de las salsas agridulces, suprema combinación de lo dulce y lo amargo. El difícil equilibrio de ambos sabores se logra mediante una aplicación exacta de las cantidades de las materias primas: ni un gramo más ni un gramo menos. Don Mendo, en la obra de su venganza, decía, comentando las dificultades del juego del siete y medio, que no llegando a la puntuación ocurrían catástrofes varias como la pérdida del honor, fama y fortuna, pero si se pasaba ¡ay! si se pasaba era peor. Durante algunos años Blake Edwards fue un maestro del agridulce. Explicaba los dramas en forma de comedia y ensombrecía la comedia hasta límites que parecían negar su origen. Edwards llegó al cine alrededor de 1955, cuando parecía imposible realizar comedias partiendo de los esquemas clásicos. Fue el último que asumió dicha tarea respetando las convenciones que habian sido ley durante 25 años. Comenzó en series B para Columbia filmadas en colaboración con Richard Quine y que no fueron más que simples ejercicios; pero los primeros días de los 60 transformaron al director de comedias domésticas en un chef de laboriosos platos. Abarcó conjuntamente todos los géneros a fin de sintetizarlos desde un ángulo mixtificador. Su gloria duró 5 años, pasados los cuales sus hallazgos se petrificaron. Su gracia se hizo pesada, su fragilidad suave y melancólica se apelmazó. Apareció una ordinariez producto de una errónea mitificación de uno de los viejos géneros con el que antes había formado un solo espíritu: el burlesque.
Las tartas de crema y la patosería cruel acabaron haciéndose dueñas de una filmografía en la que pocos años antes habitaron hombres y hadas, y donde luego el ruido histérico apenas dejó respirar a los seres humanos a los que su talento había hecho ocupar un tiempo y un espacio en en la, digamos, pequeña historia del cine. A principios de los 70, y cuando ya no quedaban tartas de nata, quiso volver a las andadas. Pero como ya dijo el poeta algo sobre los peligros de ver la senda que nunca más se debe volver a pisar, el retorno del comediante a su mundo perdido - que resurgíó viejo y apolillado - llegó a poner en duda que si algún talento le quedaba no era otro que el de orquestar desopilantes pachangas con pretensiones de hacer reír.
En España Edwards fue/¿es? uno de los mitos cahieristas o filmidealistas. Máximo representante de una comedia americana a la que dotó de una mayor profundidad humana mediante la adicción de aspectos de aspectos muy vitales y queridos del público, procedentes de otros géneros. Blake Edwards creyó ir más allá de comedias con inclusiones melodramáticas. Sus películas llegarían hasta casi la desesperación, la negrura, una vez agotados los más brillantes destellos cómicos. Su cine, se escribía y no se si se escribe, admitía comparación con el impacto que la fuerza de la vida produce en films y géneros bien distantes de los puntos de partida de presuntas comedias. Nunca fue cierto. Esa dialéctica comedia-drama la llevó a cabo nuestro hombre de un modo asaz estilizado, pero al carecer de la elegancia necesaria (Minnelli, Donen, por no remontarnos a Lubitsch) la sofisticación no podía sostener la película de turno. Edwards necesitaba echar mano del fuego dramático cuanto antes. No podía moverse por mucho tiempo en la abstracción de la comedia refinada. Insisto: Edwards no fue nunca Minnelli ni Ophuls. Su juego cínico, cuando lo experimentaba, se descubría antes porque él era más vehemente y menos astuto, más directo y menos relativista, más artesano y menos artista.
La curva de inflexión en la obra de este cineasta se produce en "La carrera del siglo". Un mundo grotesco buscó preponderancia obteniéndola cada vez con mayor intensidad conforme se desarrollaba su filmografía posterior. Panteras rosas, guateques estrambóticos y guerras ridículas convirtieron las maravillosas "Desayuno con diamantes" y "Días de vino y rosas" en un recuerdo. Audrey Hepburn y Lee Remick cedieron paso a Peter Sellers, Dick Shawn o James Coburn.
Algunos años despues Edwards creyó ver en Julie Andrews una posibilidad de hacer algo distinto de las insufribles panteras, el terrible inspector Clouseau (Peter Sellers fue grande con Kubrick e inaguantable con Edwards) . El espíritu de los 60 se había esfumado sin remedio. B.E. quedó en caricatura de si mismo y el pálpito de su cine ya no volvió a existir. Malos vientos corrieron - ahora braman horrísonos porque Eolo ha abiero el odre de par en par - para tipos como el cineasta que nos ha dejado. El cine americano actual (y el de hace más de 10 años por lo menos) desprecia cuanto hombres como él dieron a conocer como virtudes y hallazgos en sus mejores días. Hoy la comedia americana suele ser el caca-culo-pedo-pis en universidades e institutos poblados por subnormales.
Luis Betrán
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