ACERCAMIENTO A FORD EN 2014
Datos biográficos
Nacido
el 1 de febrero ende 1895 en Cape Elizabeth (Maine), su verdadero nombre era
Sean Aloysius O’Feeney. Ultimo de los trece hijos de un emigrante irlandés,
cursa sus estudios secundarios en Portland y en 1913 marcha a Hollywood,
llamado por su hermano mayor Francis, director, guionista y actor en la
Universal. Toma primero el nombre profesional de Jack Ford. Que cambia en 1923
por el de John, y trabaja como atrezzista, ayudante de dirección y actor en los
films de su hermano. Interpreta asimismo un pequeño papel en “El nacimiento de
una nación” (The birth of a nation, 1914) de D.W. Griffith. A partir de 1917,
empieza a dirigir para la Universal una serie de westerns protagonizados por Harry Carey. Durante la
Segunda Guerra Mundial sirve en la marina, para la que realizará algunos
documentales alcanzando el grado de contraalmirante. Desde 1947 es productor de
casi todas sus películas. Aparte de ellas ha rodado algunas escenas de “Las
aventuras de Marco Polo” (The adventures of Marco Polo, 1938 Archie Mayo),
“Hondo” (1953, John Farrow) y “El Alamo” (1960, John Wayne). En 1966 cierra su
larga carrera de 50 años con “Siete mujeres”. Con posterioridad intenta llevar
a cabo diversos proyectos, pero su escasa salud le impide la vuelta a los
estudios. Muere en Hollywood, el 31 de agosto de 1973.
John
Ford es, seguramente, una de los más grandes mitos de la historia del cine. Su
obra gigantesca (sobre 130 films) aparece como un conjunto armónico y coherente
(no siempre, ni mucho menos) y cuenta entre las menos discutidas, pero a la
hora de estudiarla se ha solido partir de excesivos ditirambos y una admiración
puramente sentimental, cuando no se ha ignorado la diversidad de sus
vertientes. El hecho de que haya pasado a la posteridad como el máximo
realizador de westerns no debe hacernos olvidar
que su filmografía cubre multitud de géneros: desde el histórico y la
comedia al film social y de aventuras.
Reducir la obra de Ford a sus westerns representa amputarla en su mayor parte.
Y en
otro plano, catalogarle entre los cineastas intuitivos, de “oficio”, equivale a
desconocer el extenso trabajo que ha llevado a cabo sobre las formas cinematográficas.
Orson Welles dijo aquello de que los tres mejores directores estadounidenses
eran John Ford, John Ford y John Ford. Pero también Eisenstein elogió su
arquitectura cinematográfica. Hay algo en lo que desconcierta casi siempre al
espectador: su aparente simplicidad. El realismo de Ford, la serenidad que despliega
su relato, no son sinónimos de naturalismo o de realismo epidérmico. Significan
sencillamente la depuración del espectáculo, la supresión de todos aquellos
elementos no esenciales en la puesta en imágenes.
Recordemos,
por ejemplo, el encuentro de Henry Fonda con su madre (Jane Darwell) tras años
de separación en la ya comentada “Las uvas de la ira”: ella le toma simplemente
de la mano, eliminándose cualquier sentimentalismo dulzón en favor de la pura
emoción. Quizás el actor que en más alto grado se haya compenetrado con el
modus operandi fordiano sea precisamente Fonda. Antes que John Wayne y, por
supuesto, mucho antes de que se tiraran los trastos a la cabeza en el rodaje de
la mediocre “Escala en Hawai” (Mr. Roberts, 1955). Esta película era un
proyecto de Fonda que la había interpretado previamente en teatro, pero a Ford
no le interesaba especialmente por lo que el actor – cuentan que tras una pelea
a puñetazo limpio, “si non e vero e ben trovato” – le expulsó del rodaje y le sustituyó
por el ya venerable artesano Mervyn Leroy. Pero fue el rostro impasible de
Fonda, el único capaz de reflejar todas las emociones con una sola mirada. John
Wayne tan solo le igualó en su memorable Tom Doniphon de “El hombre que mató a
Liberty Valance”. Y no prescindimos del genial Spencer Tracy de “The last
hurrah” (1958), un título, por cierto, nada menor en la pirámide fordiana.
Ello
no obsta para que, desde luego, el western sea el género que más veces ha
visitado John Ford, para retratar, con mayor fidelidad que ningún otro, la
historia de la colonización americana o mutatis mutandis la historia de un genocidio.
Frente al simple relato aventurero o al film de serie, el falso tuerto –
gustaba eso del parche en un ojo; se apuntaron también Raoul Walsh, Fritz Lang,
André De Toth y Nicholas Ray que recuerde – ha atendido a mostrar en
profundidad las contradicciones en que se mueven los personajes del Far West.
Pero eso comienza tardíamente – con el precedente de “Fort Apache” (1948) – con
la hermosa pero discutible “Centauros del desierto” (The searchers, 1956) y
será en la extraordinaria “El hombre que mató a Liberty Valance”, como ya se ha
escrito, la que contenga la más lúcida meditación sobre el género, sobre el
papel mismo del héroe. Trató a los indios con indisimulado racismo, pero antes
de que se tratase de enmendar tal aberración y llegasen los westerns proindios,
pareció arrepentirse y también supo mostrar, sin demagogia y sin disimulo, las
razones que se escondían tras las matanzas de pieles rojas. “Fort Apache” o “El
gran combate” son, en este sentido, películas modélicas. Su continuada
recreación del tema del Oeste americano ha dado lugar a buenas películas como –
además de las varias veces aludidas en esta digresión – “Pasión de los fuertes”
(My Darling Clementine, 1946) o “Wagonmaster” (1950).
Junto
a ellas debe alinearse la espléndida e increíblemente misógina “El hombre
tranquilo” (The quiet man, 1952). Con su galería de actores secundarios
inolvidables (Victor Mac Laglen, Ward Bond, Jane Darwell, Mae Marsh, Jack
Pennick, Pedro Armendáriz, entre otros nombres), la obra de Ford, con sus
tremendos altibajos – “La patrulla perdida” (1934)” o “El fugitivo” (1947)
demuestran, por ejemplo, que no todos son logros cimeros -, cuenta con un
estilo límpido, exento de complicaciones y directo la historia de Estados Unidos.
No precisamente desde las coordenadas que muchos desearíamos, pero con una
claridad y fuerza únicas.
Luis Betrán
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