miércoles, 27 de agosto de 2014

UNA DIGRESIÓN SOBRE JOHN FORD (FINAL)

ACERCAMIENTO A FORD EN 2014

Datos biográficos


Nacido el 1 de febrero ende 1895 en Cape Elizabeth (Maine), su verdadero nombre era Sean Aloysius O’Feeney. Ultimo de los trece hijos de un emigrante irlandés, cursa sus estudios secundarios en Portland y en 1913 marcha a Hollywood, llamado por su hermano mayor Francis, director, guionista y actor en la Universal. Toma primero el nombre profesional de Jack Ford. Que cambia en 1923 por el de John, y trabaja como atrezzista, ayudante de dirección y actor en los films de su hermano. Interpreta asimismo un pequeño papel en “El nacimiento de una nación” (The birth of a nation, 1914) de D.W. Griffith. A partir de 1917, empieza a dirigir para la Universal una serie de westerns  protagonizados por Harry Carey. Durante la Segunda Guerra Mundial sirve en la marina, para la que realizará algunos documentales alcanzando el grado de contraalmirante. Desde 1947 es productor de casi todas sus películas. Aparte de ellas ha rodado algunas escenas de “Las aventuras de Marco Polo” (The adventures of Marco Polo, 1938 Archie Mayo), “Hondo” (1953, John Farrow) y “El Alamo” (1960, John Wayne). En 1966 cierra su larga carrera de 50 años con “Siete mujeres”. Con posterioridad intenta llevar a cabo diversos proyectos, pero su escasa salud le impide la vuelta a los estudios. Muere en Hollywood, el 31 de agosto de 1973.


John Ford es, seguramente, una de los más grandes mitos de la historia del cine. Su obra gigantesca (sobre 130 films) aparece como un conjunto armónico y coherente (no siempre, ni mucho menos) y cuenta entre las menos discutidas, pero a la hora de estudiarla se ha solido partir de excesivos ditirambos y una admiración puramente sentimental, cuando no se ha ignorado la diversidad de sus vertientes. El hecho de que haya pasado a la posteridad como el máximo realizador de westerns no debe hacernos olvidar  que su filmografía cubre multitud de géneros: desde el histórico y la comedia  al film social y de aventuras. Reducir la obra de Ford a sus westerns representa amputarla en su mayor parte.


Y en otro plano, catalogarle entre los cineastas intuitivos, de “oficio”, equivale a desconocer el extenso trabajo que ha llevado a cabo sobre las formas cinematográficas. Orson Welles dijo aquello de que los tres mejores directores estadounidenses eran John Ford, John Ford y John Ford. Pero también Eisenstein elogió su arquitectura cinematográfica. Hay algo en lo que desconcierta casi siempre al espectador: su aparente simplicidad. El realismo de Ford, la serenidad que despliega su relato, no son sinónimos de naturalismo o de realismo epidérmico. Significan sencillamente la depuración del espectáculo, la supresión de todos aquellos elementos no esenciales en la puesta en imágenes.


Recordemos, por ejemplo, el encuentro de Henry Fonda con su madre (Jane Darwell) tras años de separación en la ya comentada “Las uvas de la ira”: ella le toma simplemente de la mano, eliminándose cualquier sentimentalismo dulzón en favor de la pura emoción. Quizás el actor que en más alto grado se haya compenetrado con el modus operandi fordiano sea precisamente Fonda. Antes que John Wayne y, por supuesto, mucho antes de que se tiraran los trastos a la cabeza en el rodaje de la mediocre “Escala en Hawai” (Mr. Roberts, 1955). Esta película era un proyecto de Fonda que la había interpretado previamente en teatro, pero a Ford no le interesaba especialmente por lo que el actor – cuentan que tras una pelea a puñetazo limpio, “si non e vero e ben trovato” – le expulsó del rodaje y le sustituyó por el ya venerable artesano Mervyn Leroy. Pero fue el rostro impasible de Fonda, el único capaz de reflejar todas las emociones con una sola mirada. John Wayne tan solo le igualó en su memorable Tom Doniphon de “El hombre que mató a Liberty Valance”. Y no prescindimos del genial Spencer Tracy de “The last hurrah” (1958), un título, por cierto, nada menor en la pirámide fordiana.


Ello no obsta para que, desde luego, el western sea el género que más veces ha visitado John Ford, para retratar, con mayor fidelidad que ningún otro, la historia de la colonización americana o mutatis mutandis la historia de un genocidio. Frente al simple relato aventurero o al film de serie, el falso tuerto – gustaba eso del parche en un ojo; se apuntaron también Raoul Walsh, Fritz Lang, André De Toth y Nicholas Ray que recuerde – ha atendido a mostrar en profundidad las contradicciones en que se mueven los personajes del Far West. Pero eso comienza tardíamente – con el precedente de “Fort Apache” (1948) – con la hermosa pero discutible “Centauros del desierto” (The searchers, 1956) y será en la extraordinaria “El hombre que mató a Liberty Valance”, como ya se ha escrito, la que contenga la más lúcida meditación sobre el género, sobre el papel mismo del héroe. Trató a los indios con indisimulado racismo, pero antes de que se tratase de enmendar tal aberración y llegasen los westerns proindios, pareció arrepentirse y también supo mostrar, sin demagogia y sin disimulo, las razones que se escondían tras las matanzas de pieles rojas. “Fort Apache” o “El gran combate” son, en este sentido, películas modélicas. Su continuada recreación del tema del Oeste americano ha dado lugar a buenas películas como – además de las varias veces aludidas en esta digresión – “Pasión de los fuertes” (My Darling Clementine, 1946) o “Wagonmaster” (1950).

Junto a ellas debe alinearse la espléndida e increíblemente misógina “El hombre tranquilo” (The quiet man, 1952). Con su galería de actores secundarios inolvidables (Victor Mac Laglen, Ward Bond, Jane Darwell, Mae Marsh, Jack Pennick, Pedro Armendáriz, entre otros nombres), la obra de Ford, con sus tremendos altibajos – “La patrulla perdida” (1934)” o “El fugitivo” (1947) demuestran, por ejemplo, que no todos son logros cimeros -, cuenta con un estilo límpido, exento de complicaciones y directo la historia de Estados Unidos. No precisamente desde las coordenadas que muchos desearíamos, pero con una claridad y fuerza únicas.

Luis Betrán

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