Yo nací en 1947, hijo único de
una familia pequeño burguesa que no conoció apenas las estrecheces económicas
de la posguerra. Vine a “mondo cane” en el antiguo barrio ferroviario del
Arrabal, pero enseguida me trasladé con mis padres a una casa – tan grande como
fea – sita en la calle Santiago. Allí viví hasta los 7 años y siendo del todo
sincero en la citada “mansión” hacía un frío que pelaba y nos calentábamos con
los temibles braseros de cisco. Cuando me tocaba irme a la cama, mi madre – una
mujer guapísima que en su juventud fue Reina de las Fiestas del Pilar, y que a
la muerte de su padre (al que yo nunca conocí) se vistió del preceptivo negro y
en una ocasión en la que paseaba a la altura del Casino Mercantil un caballero se
detuvo, la miró y le dijo: ¿quién se habrá muerto en el cielo que va la Virgen
de luto? – transportaba el mentado brasero ya casi extinguido y lo introducía
en mi cama unos quince minutos antes de que yo me acostase. Tambien padecí las
restricciones de la luz eléctrica, comí en una ocasión carne de ballena, o de lo que fuese, que la sin par Evita Perón
había traído a la tenebrosa España franquista. Pero en algunas mesas había
ejemplares de “Primer Plano” o “Cine Mundo” y a mis progenitores les gustaba
mucho el cine y me llevaban, naturalmente, a las películas toleradas para
menores. El primer film que vi fue “A rienda suelta” (The story of Seabiscuit, David Butler,1949,
con la ya crecidita Shirley Temple) , del que lo único que recuerdo es que salía un caballo al que
llamaban “Huracán”. Y Walt Disney, todo el que llegaba.
Mi fortuna prosiguió en la
siguiente ciudad en la que – manes de la profesión de mi padre – me tocó
habitar: Gerona que todavía no se llamaba Girona. Mi memoria alcanza a recordar
los nombres de las salas de cine de aquella pequeña y muy bella ciudad:
Ultonia, Moderno, Oriente, Albéniz, Coliseo Imperial (ahí queda eso. Y algo
mucho más importante: me era permitido ver toda clase de películas porque si el
nene iba acompañado de papá y mamá los porteros avisaban de que la película era
para mayores y añadían a continuación: ¡¡ahh, su conciencia!!. Y como la de mis
padres, aún siendo muy catolizaos y de tridentina derecha, resultó
sorprendentemente lasa pude ver films como “Al este del edén” o “Más allá de
las lagrimas” y tres veces “El puente sobre el río Kwai” y….Ni que decir tiene
que me aburrí soberanamente con la de Elia Kazan y James Dean y disfruté las
dos bélicas. Hoy me avergüenzo de haber gozado con el engendro de Raoul Walsh,
y del hecho de que la película que más me hechizó aquellos años fue “Sinfonía
en oro”. Premio gordo al que adivine de que film escribo (1).
Mäs tarde
Barcelona – solo 1 año pero inolvidable gracias a “Es grande ser joven” (It,s
great to be Young, Cyril Frankel) -, Huesca y el definitivo retorno a Zaragoza.
Y la compra expectante de álbumes de cromos con “artistas de cine”, como se
decía en los 50, y de Fotogramas, “et puis” (superadas pubertad y adolescencia)
“Film Ideal” y “Nuestro Cine”. Aunque yo siempre preferí la segunda, comenzaré
este relato en capítulos por la primera. Todo llegará, como también llegaron
antaño los primeros viajes a Paris y “Cahiers du Cinéma”, y “Positif” y los
films prohibidos en Franquistán y…¡¡la Cinematéque de Monsieur Henri
Langlois¡¡, el cinepótamo. (2)
FILM IDEAL I
Durante los verdes años del
nacional-catolicismo, solo había un profeta cuya voz era audible en los hogares
españoles. El padre Venancio Marcos. Él era el monopolio de la radio, el resto
del clero hablaba desde los púlpitos y su voz formaba parte de una espesa capa
que envolvía las entendederas de este pueblo. Cierto que esas voces celestiales
se hallaban acompañadas de otros gritos procedentes de gargantas por todos los
de mi edad bien conocidas. Pero a finales de los cincuenta el aspecto externo
clerical se modificó. No se tronaba desde un infierno de llamas políticas. Una
cierta civilización estaba llegando, al menos en sus signos externos. Y
apareció una generación de curas que, en vez de nuevos Ripaldas de rostro
desconocido y escritos oscuros, daría parlantes de televisión y comentaristas de muy dispares temas en
libros y revistas. Era la primera ola “juvenilista” y de “rostro humano” que
iba a producir la Iglesia española y que duraría toda la década de los sesenta.
Al conjuro de la frase de Pío XII según la cual la misión del cine es
“convertir un rayo de luz en un rayo de Dios”, surgió un repentino interés
eclesiástico por el cine. Muchas fueron las causas para que ella sucediera.
Unas de tipo meramente práctico, como el tratar de conseguir una mayor
presencia en la sociedad española dado que el cine era la principal diversión
del españolito medio, otras de carácter explicativo cuando no de recuperación
oportunista.
Los movimientos que más
influencia habían tenido en el cine mundial desde hacía diez años eran
fácilmente interpretables, o más exactamente manipulables por la clase
dirigente de un país en el que la inteligencia o era directriz bajo la bandera
impuesta o carne de cañón bajo la proscrita. Eran años en los que el
neorrealismo italiano o el cine de falsos valores humanos que generó el
maccarthysmo americano unido al cine poético francés o al humor británico,
presentaron un panel sobre el que cualquier avispado crítico de la ideología
oficial podía edificar más teorías que el mismísimo Eisenstein. Se podía
arrimar el ascua a la sardina con toda facilidad porque los asideros procedían
de un cine sentimental y ambiguo, producido en sus paises de origen en unas
condiciones en las que desde luego la libertad no era el denominador común
precisamente. Todo ello propiciaba una tentación que aquella Iglesia no iba a
superar: la explicación a su modo y manera.
Para el cine no-español que se
estrenaba a partir de 1955 había que encontrar los intérpretes oficiales que
desmenuzaran ante un público de nula cultura cinematográfica las raíces
cristianas del neorrealismo, el inane entretenimiento del british humour, la
“charme” del Paris de los vagabundos y la defensa del mundo occidental que
suponía el cine presuntamente “comprometido” que llegaba de U.S.A. Y así surgió
Film Ideal, que por aquella años estaba comandado por aguerridos nuevos curas –
Sobrino, Landáburu – y seglares de rancia estirpe en Acción Católica – Pérez
Lozano -, amén de otros de ignota procedencia pero de nítida evolución:
Martialay o el exmilitar, Cobos o el aire puro de las prometedoras nuevas
generaciones.
Hasta 1960 Film Ideal se movió
entre el moralismo de las hojas parroquiales y la estética que se propugnaba en
los cinefórums. Su norte y guía parecían ser las hojas de calificación moral de
espectáculos de la Iglesia, pero sirvió para anunciar una presencia
cinematográfica de mayor peso específico que las gacetillas al uso: Primer
Plano y la entonces muy mediocre Fotogramas. Se ensalzaban “Rashomon” y “La ley
del silencio”, aunque esta última no se entendiera ni por asomo. Se hablaba de
la dulce amargura de “Puerta de las lilas”. Se despreciaba “Gigi”, tildada por
Martialay casi de pornográfica. No gustaba “Picnic”. Se desconocía Howard
Hawks. Se amaba “El delator” como un mito lejano que nadie conocía. El western
era John Ford y el Hombre el neorrealismo de “Ladrón de bicicletas” o “Vivir en
paz” (o sea Zavattini y poco más). El cine de la guerra fría nos traía el
compromiso del hombre frente al comunismo ateo. No debíamos dejarnos convertir
en rinocerontes a lo Ionesco. Años de “El pequeño fugitivo”, “Muerte de un
ciclista”, Bardem y Berlanga (Conversaciones de Salamanca incluídas), el cine
español no gustaba ni a tirios ni a troyanos., Vittorio de Sica (todos éramos
“ladrones de bicicletas”), a veces Cayatte, a veces Dmytryk, siempre René
Clair. ¿Quiénes eran Renoir, Rossen, Losey, Griffith, Sjöstrom, Visconti,
Huston?. Kazan si, era ambiguo pero se le podía agarrar, había pistas, existía
“La ley del silencio” y por si fuera poco “Fugitivos del terror rojo”.
Pero este cine de homilía no
rebasó la barrera inicial de los sesenta. “Las nuevas generaciones” tomaron el
relevo y elevaron el periscopio para ver si existía algo distinto de lo que con
poca convicción se venía adorando. Y supieron de la existencia de “Cahiers du
cinéma”. Para un grupo de estudiosos y amantes del cine, absorbidos previamente
por la ideología básica de “Film Ideal”, sin la menor radicalidad política, los
sueños de cine de barrio y amor a los
mitos de la infancia, apareció como maná
cuanto venía ocurriendo en el no menos mítico Paris. El Peter Pan
español, infante perpetuo porque al crecer no auguraba nada nuevo, pensó que
solo la recreación intelectualizada del cine del pasado podría darle
instrumento de análisis para juzgar el presente y a lo mejor hasta el futuro.
Una desconfianza absoluta de la estética del momento halló su mejor soporte en
el fascismo español que facilitaba el camino hacia la búsqueda de un pasado, a
veces muy lejano en el tiempo, y casi siempre culturalmente roto. Este segundo
relevo, que acuñó el término filidealismo , estuvo formado por un grupo de
críticos procedentes de la pequeña burguesía y tambien de la alta,
universitarios que desconfiaban de cualquier influencia del cine en el camino
de transformación de la sociedad, falsamente apolíticos productos de lujo
cultural que iban a vender a sus ministros los planes de desarrollo. Sociedad
primerizamente consumista.
Se fijaron en los franceses
“Cahiers du cinéma”, les gustó y al grito de ¡Ya no hay Pirineos!, trasladaron
las teorías traducidas como Dios les dio a entender a un medio cultural como el
español elevando a su vez a teorías lo que eran simples “boutades”. Si
“Cahieres” procedía de una cultura como la francesa, que antes de producir al
cineasta Godard o Truffaut y más antes al francés Truffaut o Godard, Film Ideal
tenía un arranque completamente distinto, corriendo cuanto pudo para ponerse a
la altura de los reverenciados “Cahiers” porque así el drenaje informativo y
cultural que procedía de ésta podría ser mejor absorbido por aquella. Se olvidó
cuanto hubo que olvidar: que desconocíamos el cine de Ford y Hawks, que no
sabíamos que era el cine americano, que el musical sonaba a “Las zapatillas
rojas”…….,pero con un desparpajo digno de mejor causa se pontificó sobre Ray a
base de oídas, se analizó a Welles con el recuerdo de viejas copias en 16 mm. sin haber visto jamás
“Ciudadano Kane”, se amó todo cuanto venía con la vitola cahierista. Años de
entusiasmo verdaderamente coronados por el éxito. En capas universitarias como
las españolas con solo pequeños sectores comprometidos políticamente durante
los primeros sesenta, las alegrías estéticas de “Film Ideal” permitían el gusto
por la marginación estética. Aún siendo inocuas políticamente, cuando no
cercanas a la ideología oficial, las teorías filmidealistas eran tratadas
displicentemente cuando no desechadas como pura broma por los que añoraban el
“Film Ideal” de los cincuenta. Pero
aquello les dejaba jugar en el ghetto cultural y artístico con el billete de
vuelta en el bolsillo. Se ensalzaban “valores eternos” y ello les emparentaba
con la ideología del “vive peligrosamente hasta el fin”.
Film Ideal aquellos años marcó a
una generación de espectadores que aprendió el cine acompañado de las páginas
acartonadas de la revista. La comedia, el musical, el western, la aventura,
tenían por primera vez ante sus ojos una dimensión distinta de la que
peyorativamente habían recibido de sus mayores. En el campo de la estricta
aportación crítica hay que señalar que el período 1960-65 trazó una auténtica
frontera con lo que había sido la crítica cinematográfica española hasta
entonces. Se lleno una época, junto a la revista de izquierdas “Nuestro Cine”.
Luis Betrán
1 Sinfonía en Oro, dirigida por Franz Antel. Es
una producción austríaca del año 1956, que junta dos géneros en uno: la
revista músical y el patinaje artístico muy en boga en esta decada. Un
sencillo argumento enlaza una serie de números musicales que se hicieron muy
famosos a través del medio de comunicación por excelencia de aquella época: la
radio. Titulos como Dong
dingui dong o Espejismo azul, de los que después se hicieron infinidad de
versiones en todos los idiomas. Un reparto encabezado por Germaine Damar al que
secundan Joachim Fuchberger, Hannelore Bollmann, Sussi Nicoletti y Hans
Moser.
2 Asi
llamaban algunos al gran (en todos los aspectos) Langlois. Justo es decir que
en la fundación de la Cinematéque también estuvo el eminente cineasta Georges
Franju, algo que suele escribirse menos.
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