LA INCURABLE ENFERMEDAD LLAMADA TARANTINITIS
Hace muchos años hubo una dura polémica en “El
País” (cuando éste diario se podía leer, no como hora devenido en panfleto de
ultraderecha con el cerdo de Felipe González apoyando al P.P.), entre Antonio
Muñoz Molina y Javier Marías sobre la celebrada “Pulp fiction”, un film
fascista para el primero y un ejemplo de gran cine apolítico pare el segundo.
Evidentemente yo estoy con Muñoz Molina. Este sujeto listo llamado Tarantino,
además de plagiar cuanto le viene en gana y reciclar basura ajena, consigue que
variopinto público se ría cuando a un ser humano le saltan la tapa de los sesos
o le perforan la barriga, naturalmente con abundante sangre. Ese, y no otro, es
el éxito de este abyecto cineasta. Evidentemente un cine fascista adobado con
falsas dosis de progresismo para idiotas. Tenía el listón muy alto con la
citada “Pulp fiction”, con “Reservoir dogs” (iconos de la “posmodernidad, según
los afiliados al tarantinismo), con
“Kill Bill” o con “Malditos bastardos”. Lo ha elevado con su última propuesta:
“Los odiosos ocho”. Tan horrible como su título español.
Atención, porque ya en los créditos de esta
película nos advierten. Estamos ante una obra magna: “La octava película de
Quentin Tarantino”. Oh, perdóneme usted la vida, genio del celuloide. En estos
tiempos de directores egomaníacos (pienso en Tarantino y también en Iñárritu)
que estrenan películas de metrajes de tres horas, tan dañinos para la vejiga,
pienso en los viejos productores de Hollywood, que no hubiesen permitido, bajo
ningún concepto, semejantes delirios en el proceso de guion y en el de montaje.
A diferencia de aquellos jefazos de estudio, los padrinos de Tarantino (los
hermanos Weinstein, con su compañía financieramente muy tocada) le dejan hacer
y deshacer a sus anchas. Sabedores de las taquillas del director, aceptan sus
guiones sin rechistar, aunque el buen hombre roce el ridículo, como con ese
grotesco final de Malditos bastardos, en la que un comando de tebeo mata a
Hitler y a toda la primera plana nazi (si no la ha visto usted es que ha salido
del coma). Pero claro, cualquiera le dice nada a este individuo hiperactivo,
que aquí estamos hablando de genios del cine, de artistas insobornables y
libérrimos que ruedan, escriben y montan lo que desean a pesar del público, de
la lógica y de una narración pulida y sin delirios autorales.
Pero, ay, la marca Tarantino hace mucha caja;
llena las salas de cine en todo el mundo gracias a millones de modernos que
aguantan sin ir al baño y ríen supuestas gracias que no veo por ningún lado.
Los odiosos ocho está ambientada pocos años después de la Guerra de Secesión.
Empieza con una diligencia en un paraje nevado. En ella viajan Kurt Russell,
que hace de caza recompensas, y Jennifer Jason Leigh, su fugitiva. En el camino
se encuentran con Samuel L. Jackson, militar, y un sureño renegado. Los cuatro
acaban en una parada para diligencias (antigua mercería, belo detalle poético)
donde encuentran a Demian Bichir, que hace de chicano, a Tim Roth, que hace de
verdugo, a Michael Madsen, que hace de vaquero, y a Bruce Dern, general
confederado y todo el rato sentado. A
diferencia de aquella obra maestra de John Ford (y que tantas veces se proyectó
Orson Welles para aprender lo que era eso de dirigir cine), a la diligencia de
los odiosos ocho le cuesta mucho llegar a su improvisado destino porque sus
pasajeros hablan mucho. Lo suyo es un palique verdaderamente cansino desde que
empieza la película hasta que acaba. Ya desde los minutos iniciales empiezas a
intuir la tabarra que te van a dar durante casi tres horas de película. Un
suplicio.
Cuando la diligencia llega a la cabaña donde se
desarrolla la acción, todos tus temores se empiezan a hacer realidad: la
película se va a desarrollar entre esas cuatro paredes. La razón es sencilla:
Tarantino quiere regresar a sus orígenes (aquel icónico garaje de Reservoir
Dogs) y pretende una fusión entre La cosa, de Carpenter, y obras de Agatha
Christie como La Ratonera o Diez negritos.
Los odiosos ocho recuerda demasiado a la pésima obra de Carpenter:
hombres aislados, mucha nieve, mucho frío, Kurt Russell, música de Ennio
Morricone (nominado al Oscar), alguien que finge ser quién no es y amenaza a
todo el grupo, sorpresas, sangre, vísceras… Pero, ay, aburriendo con diálogos
excesivos que llevan al film a las casi tres horas de metraje, una duración
excesiva y rematada por un final caprichoso y abrupto. Al sufrirla, da la
sensación de que Quentin pensaba haber escrito un guion mucho mejor de lo que
realmente es. No ha sabido desarrollarlo, y no digamos rematarlo. Como siempre.
Otro de los caprichos del geniecillo Tarantino ha
sido exigir que la película se ruede en Ultra Panavision 70 mm. Y aunque la
fotografía del gran Robert Richardson (también nominado) es fabulosa, no se
entiende muy bien este capricho porque en exteriores puede tener su sentido,
pero no en los interiores. Y más de dos tercios de la película, que parece más
una obra de teatro que de cine, son interiores. Sé que a estas alturas de su
carrera es imposible que Tarantino haga una película que no sea una
concatenación de bromas tontas y diálogos supuestamente ingeniosos y eternos,
pero debería intentarlo. Alguien (un guionista o un productor con cabeza y
poder) debería recomendárselo. Aunque supongo que es ya muy tarde. Quizás si
dejase de tener éxito en los cines y sin esa legión de fans modernitas, podría
darnos, al menos, una buena película antes de jubilarse. Lo dudo. Otra opción
es hacerlo ya. Retírese porque sus mediocres diálogos, sus gruesas bromas y sus
descarados “homenajes” (aquí a Carpenter, a Leone, a Ford o a sí mismo) aburren
al más pintado.
Se ha hablado, oh gran Quentin, del Cristo
crucificado y sangriento que suege entre la nieve al comienzo del bodrio. Es
otro plagio de “Uno rojo, división de choque”, de Samuel Fuller. Y poco de la
misoginia machista de Tarantino. La pobre Jenifer Jason Leigh no para de
recibir hostias. Es muy mala. Casi como Susana Díaz.
Luis Betrán.
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