miércoles, 28 de enero de 2015

CARL THEODOR DREYER (I)

LA LUZ DEL ALMA


Cuando falleció el 20 de marzo de 1968, se llegó a decir que con él moría el cine. La frase irreal, metafórica, contiene una verdad. Algo del cine muere con algunos hombres y uno de ellos fue este testigo y protagonista danés de la historia de la cinematografía europea. Pero, muerto el autor, su obra se renueva. Los films de Dreyer  son hoy historia viva, es decir, un ejemplo de supervivencia  del Arte por encima del cambio de sociedades, de estilos, de formas y de receptores.


Dreyer había nacido en Copenhage el 3 de febrero de 1889. Su infancia fue amarga y difícil, pues quedó huérfano a edad muy temprano. Desde muy joven manifestó vocación por el teatro, sin llegar a consumarla más que tangencialmente y desde otra profesión: el periodismo, que ejerció durante varios años y dentro del cual mostró predilección por la crítica teatral. De hecho, la influencia del teatro en la obra cinematográfica de Dreyer es, a veces (Mikäel, Ordet, Gertrud) acusadísima. Varias de sus películas están inspiradas en piezas teatrales y, en gran medida, los hallazgos rítmicos de su peculiarísimo sistema narrativo, son, de alguna manera, de origen escénico. Podría decirse que Dreyer sobrepasa las particularidades del teatro y, haciendo cine, desborda también al cine mismo, proponiendo al espectador un conjunto de escenas, de correlaciones, de imágenes, de oposiciones, sin exacto equivalente fuera de la sensibilidad personalísima de este gran poeta.


Tras sus años de periodista, tomó contacto con la industria cinematográfica, prácticamente desde sus comienzos, en el año 1913, cuando fue nombrado consejero de la Nordisk Film, empresa para la que trabajó indiscriminadamente, redactando subtítulos, escribiendo guiones, participando en el montaje de los films, y, finalmente, realizándolos. Su primera película se remonta a 1919 y se titula (Praesidenten”, El presidente). Desde esta, su primera cinta, se percibe en él algo sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta el medio puramente comercial para el que trabajaba: una insuperable aspiración a la perfección. 


En 1919, mientras preparaba su segundo film, Blade odj Satan bog” (Páginas delo libro de Satán), escribió una carta al director de la Nordisk en la que leemos: “N.F.K- pretende hacer un film de consumo, es decir, un mal film, mientras que yo me propongo hacer uno modélico”. Este anhelo de perfección no le abandonará nunca a los largo de su dilatada y azarosa carrera: sus obras son, ante todo, modelos perfectos, productos decantados de una meditación y una autoexigencia  constante. 


Hay algo en el cine sereno y convulso de Dreyer, indistintamente, totalmente inimitable: la expresión de espiritualidad ascética y apasionada que se sirve de las imágenes como de instrumentos para alcanzar algo que va más allá de ellas. Dreyer es uno de los escasos hombres de cine que compone su obra de acuerdo con leyes instintivas que le aproximan, como creador, al poeta puro.


Siendo uno de los grandes incorporadores al cine de la estética del expresionismo, Dreyer, el insondable, es no obstante, maestro de muchas generaciones de cineastas europeos que admiraron y admiran de él su fuerza para conseguir de este sistema de expresión y composición las bases de una ética e incluso de una filosofía. Directores excepcionales como Rossellini, Bresson, Straub, Rohmer, Bergman et, serían inimaginables sin el precedente de este egregio maestro danés. Pero es muy difícil transitar por el sendero de Dreyer, más recientemente Lars Von Trier o Carlos Reygadas han fracasado. Tarkowski tampoco lo logró.


En ocho años, desde 1918 a 1926, dirigió otras tantas películas en Dinamarca, Noruega y Alemania. Ese fue su aprendizaje, su preparación para el abordaje de las grandes obras maestras posteriores, encabezadas en 1928 por la “La Passión de Jeanne d’Arc”. Entre su realización y la que pone punto final a su carrera en 1964, Gertrud, solo dio cima a cuatro joyas, una de las cuales, “Tva Människor” (Dos seres, rodada en Estocolmo en 1944-45) y ejecutada en condiciones pocos favorables para su libertad de expresión. Es, con todo, una buena película pero queda a considerable distancia de “Vampiyr” (1930), “Dies irae” (943), “Ordet” (1954) y “Gertrud”. Cinco obras de enorme magnitud artística que jalonan cuarenta años de historia delo cine y que desatendiendo a todo cuanto signifique concesión a lo superficial, a las modas del tiempo en que cada una fue realizada, suponen una coherencia y continuidad deslumbrantes. Siendo mínima, la obra de Dreyer es completa.


Las perlas que he destacado del gran danés son asimismo feroces críticas a la intolerancia y se adentran sin manierismos en las complejidades del alma humana. Dreyes es un ci8neasta con una luz especial. “La pasión de Juana de Arco”, “Dies irae, “Ordet” y Gertrud” parecen aureoladas por una misteriosa iluminación que no se debe a la calidad de su fotografía  en blanco y negro. Dreyer quiso filmar la vida de Jesucristo. Nunca encontró productores. Lástima y vergüenza que ese film se quedase en proyecto. Dreyer escribió su epitafio con las dos palabras latinas que cierran “Gertrud”: “amor omnia”

Luis Betrán

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