CARL TH. DREYER, LA LUZ DEL ALMA
Cuando
falleció el 20 de marzo de 1968, se llegó a decir que con él moría el cine. La
frase irreal, metafórica, contiene una verdad. Algo del cine muere con algunos
hombres y uno de ellos fue este testigo y protagonista danés de la historia de
la cinematografía europea. Pero, muerto el autor, su obra se renueva. Los films
de Dreyer son hoy historia viva, es
decir, un ejemplo de supervivencia del
Arte por encima del cambio de sociedades, de estilos, de formas y de
receptores.
Dreyer
había nacido en Copenhage el 3 de febrero de 1889. Su infancia fue amarga y
difícil, pues quedó huérfano a edad muy temprano. Desde muy joven manifestó
vocación por el teatro, sin llegar a consumarla más que tangencialmente y desde
otra profesión: el periodismo, que ejerció durante varios años y dentro del
cual mostró predilección por la crítica teatral. De hecho, la influencia del
teatro en la obra cinematográfica de Dreyer es, a veces (Mikäel, Ordet,
Gertrud) acusadísima. Varias de sus películas están inspiradas en piezas
teatrales y, en gran medida, los hallazgos rítmicos de su peculiarísimo sistema
narrativo, son, de alguna manera, de origen escénico. Podría decirse que Dreyer
sobrepasa las particularidades del teatro y, haciendo cine, desborda también al
cine mismo, proponiendo al espectador un conjunto de escenas, de correlaciones,
de imágenes, de oposiciones, sin exacto equivalente fuera de la sensibilidad
personalísima de este gran poeta.
Tras
sus años de periodista, tomó contacto con la industria cinematográfica,
prácticamente desde sus comienzos, en el año 1913, cuando fue nombrado
consejero de la Nordisk Film, empresa para la que trabajó indiscriminadamente,
redactando subtítulos, escribiendo guiones, participando en el montaje de los films,
y, finalmente, realizándolos. Su primera película se remonta a 1919 y se titula
(Praesidenten”, El presidente). Desde esta, su primera cinta, se percibe en él
algo sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta el medio puramente
comercial para el que trabajaba: una insuperable aspiración a la perfección. En
1919, mientras preparaba su segundo film, Blade odj Satan bog” (Páginas delo
libro de Satán), escribió una carta al director de la Nordisk en la que leemos:
“N.F.K- pretende hacer un film de consumo, es decir, un mal film, mientras que
yo me propongo hacer uno modélico”. Este anhelo de perfección no le abandonará
nunca a los largo de su dilatada y azarosa carrera: sus obras son, ante todo,
modelos perfectos, productos decantados de una meditación y una autoexigencia constante.
Hay
algo en el cine sereno y convulso de Dreyer, indistintamente, totalmente
inimitable: la expresión de espiritualidad ascética y apasionada que se sirve
de las imágenes como de instrumentos para alcanzar algo que va más allá de
ellas. Dreyer es uno de los escasos hombres de cine que compone su obra de
acuerdo con leyes instintivas que le aproximan, como creador, al poeta puro.
Siendo
uno de los grandes incorporadores al cine de la estética del expresionismo,
Dreyer, el insondable, es no obstante, maestro de muchas generaciones de cineastas
europeos que admiraron y admiran de él su fuerza para conseguir de este sistema
de expresión y composición las bases de una ética e incluso de una filosofía.
Directores excepcionales como Rossellini, Bresson, Straub, Rohmer, Bergman et,
serían inimaginables sin el precedente de este egregio maestro danés. Pero es
muy difícil transitar por el sendero de Dreyer, más recientemente Lars Von
Trier o Carlos Reygadas han fracasado. Tarkowski tampoco lo logró.
En
ocho años, desde 1918 a 1926, dirigió otras tantas películas en Dinamarca,
Noruega y Alemania. Ese fue su aprendizaje, su preparación para el abordaje de
las grandes obras maestras posteriores, encabezadas en 1928 por la “La Passión
de Jeanne d’Arc”. Entre su realización y la que pone punto final a su carrera
en 1964, Gertrud, solo dio cima a cuatro joyas, una de las cuales, “Tva
Människor” (Dos seres, rodada en Estocolmo en 1944-45) y ejecutada en
condiciones pocos favorables para su libertad de expresión. Es, con todo, una
buena película pero queda a considerable distancia de “Vampiyr” (1930), “Dies irae”
(943), “Ordet” (1954) y “Gertrud”. Cinco obras de enorme magnitud artística que
jalonan cuarenta años de historia delo cine y que desatendiendo a todo cuanto
signifique concesión a lo superficial, a las modas del tiempo en que cada una
fue realizada, suponen una coherencia y continuidad deslumbrantes. Siendo
mínima, la obra de Dreyer es completa.
Luis Betrán
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