El nulo encanto del falso anarquista con la cámara
A BOUT DE SOUFFLE (Al final de la escapada)
“Me has hecho una charranada”
(Jean Paul Belmondo a Jean Seberg en los diálogos – doblados – de “A bout de
souflle” (Al final de la escapada). Ahí queda eso. No cabe imaginar palabra más
fea y de sonido más desagradable que la utilizada en el doblaje español de “A
bout de soufflé” para indicar la faena que Seberg le hace a Belmondo al final
de la película, delatándole a la policía. Es claro que en la España de 1966 no
había mucha confianza por parte de distribuidores y exhibidores en que “A bout
de soufflé” fuese un éxito de taquilla. Además de la charranada el film fue
rebautizado como “Al final de la escapada”, por aquello de si el público picaba
y acudía en masa a ver una especie de segunda parte de aquella “escapada”
(sorpasso) de Vittorio Gassman y Jean-Louis Tritignant en el memorable film de
Dino Risi que había arrasado en 1964. Jean Paul Belmondo era discretamente
famoso en este país y las rarezas de ese Godard podían inquietar a más de un
mercachifle del cine. Luego la historia se repetiría, corregida y aumentada, en
“Alphaville” y “Pierrot le fou”, las tres primeras películas del “genio” que
desembarcaron en la franquista España convenientemente dobladas.
Y es que habían pasado siete años
desde el rodaje y presentación de “A bout de soufflé” en la Francia de la
“nouvelle vague” y del general De Gaulle. Siete años en los que el bombazo que
supuso el primer film de Godard y la eclosión de la nouvelle vague podía haber
perdido sus efectos perturbadores, y más de cara a unos espectadores
pre-Biarritz a los que poco o nada podía sonarles la muy celebrada ópera prima
de Godard. “A bout de soufflé” fue pues un plato fuerte exclusivamente para
amantes del cine. Y en verdad que el entusiasmo con que estos acogieron –
acogimos – el tardío (incomprensiblemente tardío) estreno de “A bout de
soufflé” hizo casi pensar que en la nouvelle vague – y en Godard – todo el
monte era orégano.
Las revistas cinematográficas de
este país (Film Ideal, Nuestro Cine, Cinestudio, Fotogramas…) voltearon las
campanas con casi total unanimidad. Los cinéfilos de Zaragoza llegamos a amar
más el debut de Godard que el de Orson Welles (era en 1966 la primera visión de
“A bout de soufflé” y de “Citizen Kane”). Se esgrimieron tópicos y frases
hechas a tutiplén para tratar de explicar la magia del film: frescor,
espontaneidad, naturalidad, novedad, etc., Si la Revolución ideológica de la
Francia del siglo XVIII no había entrado nunca en España (pare eso estuvo la
Guerra de la Independencia y los Sitios de Zaragoza), la Revolución
Cinematográfica solo tarda los mentados siete años en entrar, razonablemente un
lapsus temporal admisible.
¿Qué era realmente “A bout de
soufflé”? Ante todo, una película de suprema habilidad que recogía las esencias
del cine negro americano y a través de un proceso europeizado – es decir,
intelectual – proponía un cine de cámara en mano, sin mensajes grandilocuentes,
desconectado de raíces literarias y neorrealistas. La historia que contaba “A
bout de soufflé” era más bien poco relevante, pero el modo de hacerlo pudo
parecer nuevo como nuevos pudieron parecernos Seberg y Belmondo. “A bout de
soufflé” o la “charme” puesta al día. Seberg vendiendo el New York Herald
Tribune, Belmondo frente a un poster de Bogart. Chabrol y Truffaut echando una
mano al principiante Jean-Luc. Cine de camaradería. Una historia de amor “petit
fou” en la que Belmondo podía ser engañado, pero no el espectador al que se le
facilitaban constantemente pequeñas claves para que amase a Michel Poiccard y
su inocencia traicionada. Un “mauvais garçon” alejado del naturalismo. Una
carrera final “hasta el último aliento”. Un film triste, impregnado de suave
lirismo y de un encanto quizás inmarchitable, quizás no. Para Godard un
homenaje a su cineasta bien amado Nicholas Ray, aun cuando la sombra del
maldecido (por Cahiers du Cinéma, demasiado ¿rojo? para ellos) John Huston
planease ominosamente por la pantalla. Y una cierta – que no total – modestia
que jamás volvería a presentarse en los Films sucesivos del falso “anarchiste
timide”.
“A bout de soufflé” fue la
apología del cine que pregonaban y amaban los cahieristas. Mucho más allá de
los latiguillos moralistas de los también primerizos Truffaut en “Los
cuatrocientos golpes” o Chabrol en “Le Beau Serge”. Por eso, duda razonable, a
casi veinte años de distancia, podemos pensar que se mantiene menos
prematuramente envejecida que aquellas primeras muestras de la nouvelle vague
para las que el paso del tiempo ha sido tan poco clemente. “A bout de soufflé”,
un manjar constantemente degustado desde su estreno en las capillas
cineclubísticas. Ni Belmondo, ni Seberg (maravillosa), ni, por supuesto, Godard
volvieron a estar tan jóvenes y tan frágiles. Todo ello configuró el estilo –
que hoy vemos irrepetible – de una película mítica en la Francia de los
cincuenta y en la España de los sesenta. Y es que, sin tajantes afirmaciones,
acaso “A bout de soufflé” sea la mejor película de Godard. Por lo menos es la
más libre de pedanterías e ingenuos terrorismos culturales y políticos.
ALPHAVILLE
Estoy bien, gracias, no se
moleste (Diálogos de “Alphaville”)
Desde que en 1949 se estrenaba
“Un día en Nueva York”, no se había dado otra manifestación tan naïf como la
presentación de “Alphaville”, aunque sea preciso aclarar rápidamente que no
existe otra similitud entre obras tan dispares salvo los resultados – obtenidos
desde intenciones muy distintas – ingenuos y presentes en ambas películas.
“Alphaville” es un pequeño cuento protagonizado por caricaturas procedentes de
los primeros sueños de la adolescencia. Obra de espíritu amateur y de poesía
primaria, ensambla a la mujer entonces amada por el director con el personaje
de los sueños de la infancia. Los amigos harán el resto. “Alphaville” es el
sueño de una siesta, o el recuerdo de una mixtura de tebeos de aventuras y
novelas rosa. “Alphaville” no puede ser “la capital del dolor”, como pretende
Godard a través de Paul Eluard. “Alphaville” es la ciudad de los bombones y los
caramelos poblada por seres malvados. Las setas gigantes de los cuentos de
Perrault se han convertido en aparatos de la tercera generación de la
electrónica. ¿Es acaso la sucursal de IBM en Paris ese reino de nunca jamás que
imagina Godard? Pudiera haberlo sido, pero ese eterno adolescente, a veces
tierno, y otras engreído y malo, que es Jean-Luc carece del punch necesario
para que así fuera. Como Godard no golpea, su mundo carece de dolor, pero como
tampoco hace comedia asimismo carece de humor. Godard se muestra eterno
enamorado y se desdobla sobre el pobre Lemy Caution para amar desde otras
dimensiones a una Anna Karina que estaba a punto de comenzar a ser la mujer
imposible para el cine que luego fue. Pero sus idas y venidas por esta ciudad
mágica todavía tienen el encanto de la musa de la nouvelle vague versión
Godard.
Que “Alphaville” carezca de
cualquier intencionalidad de las que se suponen afines a la ciencia-ficción –
política, estética o religiosa – es algo que se cae de puro ver la película. Lo
que “Alphaville” trata de ser son unos versos entrecortados, una intromisión
vía absurdo doméstico del detective Caution en los cuentos de hadas, un pequeño
rompecabezas de recuerdos fílmicos cuyo funcionamiento final estará
profundamente ligado a la aceptación, por suerte del espectador, del universo
godardiano en su vertiente más sentimental y menos anárquica. “Alphaville”
tiene la gracia de los collages en que reconocemos las partes, y la desgracia
de que el todo no satisface. Obra construida como película de aventuras según
un esquema absolutamente clásico: llegada de un personaje a una ciudad
misteriosa en la que deberá llevar a cabo una complicada misión. “Alphaville”
cuenta con el casposo Lemy Caution/Eddie Constantine para semejante empresa. Es
claro que, si las fuerzas de la poesía no acuden en su ayuda, Caution no podrá
conseguirlo únicamente con las suyas propias. Ocurre que Godard como generador
de tan delicadas armas no es tan potente como él cree y los resultados, en la
mayoría de las ocasiones, están más cerca de la cursilería que del lirismo.
Pero este “petit-film” se deja ver, a la espera de que la inspiración de Godard
– al igual que la espera de los gags espaciados en los films cómicos – se
manifieste de alguna manera. Ello ocurre muy intermitentemente y siempre por la
vía de las historias colaterales que flanquearon el núcleo de sus cintas.
Godard no se concentra jamás sobre la película y da la impresión que cuando
rueda un film está pensando en otro y ese otro acaba por hacerse presente a
través de mil citas, homenajes cientos ad-hoc etc, que, o bien distorsionan el
primer significado de la película original o le otorgan su mayor atractivo.
Esto va a gustos. Así el espectador, entre ingenuo y bonachón, esperará que
reciten el próximo verso o que, a fin de cuentas, le hagan el siguiente golpe
de efecto, eso si en clave absolutamente “intelectual”, porqué el sentido naïf
– antes citado – de “Alphaville” jamás procederá de una actividad espontánea
sino de un reelaborado trabajo en que se mezclan a partes iguales el talento
fulgurante que estalla en instantes y la impotencia creadora que da sentido y
cohesión a un discurso que en “Alphaville” se queda simplemente en frases
sueltas.
PIERROT LE FOU
“Pierrot le fou” (1965) fue una
de las películas míticas – para la cinefilia, claro está – de mediados de los
60. Su mezcla de cinismo y romanticismo, su notable empleo del color y, otra
vez, la pareja Belmondo-Karina produjeron orgasmos y onanismos varios en la
tropa filmidealista ya que en esos años eran muy poquitos los que leían
“Cahiers du cinemá”. “Pierrot le fou” pareció señalar el final del
enamoramiento con Hollywood, sino fuese porque entre aforismo ¿filosófico? y
citas literarias se paseará por ahí un ya achacoso Samuel Fuller diciendo
chorradas propias o las que Godard le ordenaba. Nada que ver, por tanto, con la
presencia de Fritz Lang en la excelente “Le mépris” (1963). “Pierrot le fou” es
una película de gánsteres (el título se refiere a un famoso delincuente francés
de los años 30); y, aunque utiliza una narrativa elíptica, contiene todavía
muchos de los elementos del viejo prototipo hollywoodense. El más importante
consiste quizá en el protagonista masculino, Ferdinand, y en que la película
gira en torno a las fantasías. La acción no se desarrolla en términos lógicos
de tiempo, espacio y verosimilitud, sino a grandes y caprichosos saltos y a
modo de una aventura picaresca sin picardía, con gratuitas escenas de violencia
(pretexto para la comparecencia de mr. Fuller) y huidas a lo utópico en clave
anarquista (de salón).
Mientras que la imagen que domina
la película es la de Marianne (Karina) se trata de una visión desde un punto de
vista masculino. Nada tiene que ver con las mujeres de carne y hueso sino más
bien con las de las protagonistas de algunos poemas románticos (¿Keats?) o con
las mantis religiosas del clásico cine negro yanqui. Marianne es el origen de
toda violencia. Destructiva y misteriosa (para Ferdinand y para el espectador).
De hecho, nuestro Ferdinand-Pierrot-Belmondo deja su hogar y su familia para
seguirla a un mundo de violencia y “amour fou”. Este discutible film también
cree sexualizar (¡¡¡¡) la oposición entre la cultura burguesa tradicional y la
producción masiva de obras de arte propia del siglo XX. La película comienza
con él leyéndole a su esposa un texto de Velázquez a su hija. Intento, más bien
ridículo, de Ferdinand por representar los problemas de la vida moderna en
términos clásicos. Es decir; se plantea una oposición entre el arte europeo y
el americano que, en un futuro no previsto cuando se rodó “Pierrot le fou”,
Godard rechazaría a favor de una presunta investigación mucho más rigurosa
(para él y sus corifeos) de las realidades del cine. Después de adoctrinar al
proletariado sobre las películas que debían ver (las suyas cuando creó el grupo
Dziga Vertov). Me temo que los respectivos autores de “Las meninas” y de
“Corredor sin retorno” no son miscibles ni para el torpe aprendiz de brujo
Jean-Luc Godard. Amén de que “Pierrot le fou” políticamente carezca de
significado o posicionamiento alguno.
Luis Betrán
No hay comentarios:
Publicar un comentario