EL FINO ARTE DE ESCULPIR EL TIEMPO
“A menudo se me ha preguntado qué simboliza
exactamente la zona y hay quien se ha lanzado a las más aventuradas hipótesis y
sospechas. Preguntas y suposiciones de ese tipo siempre consiguen abocarme a la
desesperación y a la cólera. En ninguna de mis películas se simboliza algo. La
zona es sencillamente la zona.". “El cine es una realidad emocional y,
como tal, el espectador la percibe como una segunda realidad. Por este motivo,
esa idea tan extendida de que el cine es un conjunto de signos me parece una
idiotez, falsa en sus fundamentos". Quiero subrayar una vez más que el
cine, al igual que la música, opera con realidades. Por eso estoy en contra de
los intentos de los estructuralistas de considerar el plano como signo de otra
cosa, como resultado de un sentido. Esta es una trasposición meramente formal,
falta de crítica, de métodos analíticos propios de otras artes. Un elemento
musical no tiene intereses ni ideología. Y también un plano cinematográfico es
siempre un fragmento de la realidad carente de ideas. Cuando a ciertas escenas
de mi ‘Andrei Rublev’, aisladas de su contexto (por ejemplo, el episodio del
cegamiento o también ciertas escenas de la conquista de Vladimir) se las acusó
de “naturalismo”, la verdad es que ni entonces ni ahora entendí el sentido de
tales acusaciones. Yo no soy un artista de salón, no soy responsable de que mi
público esté de buen humor…” “En todas mis películas me he esforzado por
establecer lazos de unión que aúnen a las personas (dejando de lado los
intereses meramente materiales). Lazos de unión que, por ejemplo, a mí mismo me
unen a la humanidad y que a todos nosotros nos ligan con lo que nos rodea.
Tengo que sentir imperiosamente mi continuidad espiritual y el hecho de que no
me encuentro por azar en este mundo. Debo decir que la acción externa, las
intrigas y la conexión entre los acontecimientos no me interesan para nada, y
que en cada película me van interesando menos. Lo que realmente me preocupa es
el mundo interior de las personas. Por eso me resultó algo completamente natural
lanzarme al viaje hacia el interior del alma de mi héroe, en la filosofía que
lo sustenta, en las tradiciones culturales y literarias en que se basan sus
fundamentos internos. ¿Cómo iba a imaginar durante el rodaje de ‘Nostalghia’
que aquel estado de tristeza aplastante y sin salida, que marca toda la
película, podría alguna vez ser el destino de mi propia vida? ¿Cómo iba a
imaginar que yo mismo, hasta el final de mis días, tendría que sufrir esa misma
grave enfermedad?”
Andrei Tarkovski
Un desconocido realizador soviético, llamado
Andrei Tarkovski, se plantó de golpe en el circuito cinematográfico
internacional al merecer con su primer largometraje el máximo galardón del
Festival de Venecia. La edición de 1962 incluía obras de Godard, Rossi, Kubrick,
Pasolini y de otros conocidos directores europeos y americanos, lo mismo que
películas de veteranos del cine soviético, como Gerasimov; pero ni unas ni
otras pudieron imponerse a aquella Infancia de Iván que Mosfilm había traído de
Moscú. La crítica internacional elogió las cualidades estéticas de la cinta de
Tarkovski y, tras una breve reflexión, también sus contenidos. Si el nuevo
autor era un lírico y primorosa la realización plástica de su filme, señalaban,
igualmente notable resultaba su pacifismo. Porque La infancia de Iván se
distanciaba audazmente de las prédicas protagonizadas por los héroes del
realismo socialista, los únicos bienquistos por la producción cinematográfica
oficial. Sartre acuñó una expresión —"surrealismo socialista" — para
referirse al combinado de sueño y vigilia que Tarkovski había logrado en su
obra, en un artículo que publicó en l’Unitá y que reprodujo la prensa francesa
y alemana, para cebar así una interesante polémica internacional.
Pero el segundo largometraje de Tarkovski,
titulado Andrei Rublev, iba a suscitar no ya una polémica entre intelectuales
que escriben en la prensa, sino un auténtico affaire entre Estados en plena
guerra fría. El joven ganador de Venecia rechazaba una tras otra las ofertas
que salían a su paso. Ni siquiera le faltaron invitaciones a coproducir con los
americanos, lo que siempre ha representado para muchos el límite de lo que son
capaces de ambicionar. Todas las ideas que no eran suyas las declinó Tarkovski,
que por entonces maduraba un proyecto de cuño épico-tolstoiano, por el que
estaba dispuesto a echar un órdago, al estilo de los grandes. En 1961 las
autoridades soviéticas se habían puesto de largo para conmemorar el quinto
centenario de la muerte de Andrei Rublev, el Giotto de la pintura rusa. El
monje, discípulo de Sergio de Radonez, dejó a las generaciones futuras una obra
llena de claridad, armonía y genio, tanto más sorprendente por su contraste con
las condiciones históricas en las que nació: brutal invasión tártara,
ignorancia y superstición de un pueblo abandonado a su suerte durante siglos y
una periódica lucha entre los príncipes rusos, que se aliaban con las potencias
lituanas o mongolas para dirimir con sangre sus rencillas familiares. A esa
época cruel y a ese autor genial quería dedicar Tarkovski su segundo
largometraje.
Corrían por entonces, para suerte del realizador,
vientos favorables. El deshielo había empujado hacia la imprenta obras como las
de Solzenitsin; Arseni Tarkovski, padre del director de cine, publicó también
entonces su primer libro de poemas. En contra de los pronósticos más
conservadores, el realizador consiguió la aprobación ideológica y financiera
del Instituto Oficial de Cinematografía, el Goskino. Tarkovski se puso a
trabajar en el guión con entusiasmo y, con un equipo no poco motivado, a rodar
en 1964. La cinta, casi lista para su exhibición —una obra de 3 horas y 20
minutos— le fue mostrada a Robert Favre Le Bret, delegado general del Festival
de Cannes, a comienzos de 1967. Éste negoció con las autoridades soviéticas que
Andrei Rublev representara oficialmente a la URSS en la competición. Los
soviéticos accedieron. Las latas conteniendo el celuloide llegaron a Cannes por
valija diplomática. Favre Le Bret se las prometía felices cuando un inopinado
telegrama de Moscú exigió la inmediata retirada de la cinta de Tarkovski: se
ordenaba que las latas fueran puestas de vuelta en el primer avión de Aeroflot.
Con aquellos soviéticos no se jugaba, así que la película fue devuelta. Pero un
galo astuto hizo una copia pirata de la cinta, y así, con el original devuelto
a Mosfilm y una copia en el oeste, dio comienzo en Occidente uno de los más
célebres mitos cinematográficos de los sesenta.
Los soviéticos decían: la cinta contiene ciertas
inexactitudes históricas, por eso hemos mandado retirarla. Los directores de
Cannes y Venecia respondían: pues o nos mandáis Andrei Rublev o nada vuestro
entrará en nuestras competiciones. Mosfilm tuvo entonces que inventarse otras
excusas para justificar el archivo de la cinta de Tarkovski: son ciertas
escenas de rara violencia las que le estamos pidiendo al realizador que corte,
no perdáis ánimo. Y la prensa europea se preguntaba por las razones de este
nuevo caso de censura. Un filme que acaba con un primerísimo plano de la
Trinidad y otros iconos de Nuestro Señor, pintados por Rublev, ¿no iba a
levantar ampollas ideológicas en la sensible epidermis del sistema
marxista-leninista? Tarkovski mantuvo estoicamente el tipo y, dando muestra de
una seguridad más que notable en sus propias convicciones, se despachó con un
artículo imponente, el primero de una serie sobre teoría cinematográfica,
titulado Tiempo impreso. Durante la realización de Andrei Rublev, decía en
aquel artículo de 1967, me he servido de una concepción abstracta del cine, que
al mismo tiempo se ha convertido en criterio de decisión durante el rodaje de
Andrei Rublev. Tarkovski se mostraba así en línea con una tradición muy
enraizada en la cultura rusa. Los artistas de esta nación no son como los
españoles —Goya no sabía escribir y Picasso se resistía aún a conceder
entrevistas— sino que, en punto a teoría, son más alemanes que latinos:
Kandinsky y Malievich habían formulado a comienzos de siglo algunos principios
intelectuales, que orientaban, según ellos, sus respectivos quehaceres
artísticos. Luego, en los años veinte y treinta, la cinematografía soviética
reconoció el valor de las realizaciones de Eisenstein tanto como sus teorías
dialécticas sobre el montaje y sus artículos de estética. Así que Tarkovski
escribió un ensayo de teoría cinematográfica en el que, sirviéndose de una
vieja comparación de su profesor en el VGIK, Mijáil Romm, sostenía que hacer
cine es "esculpir en el tiempo". El artículo fue traducido y
publicado poco después en Alemania, Francia, Suecia y Yugoslavia.
En esas estaba cuando, contra todo pronóstico,
Rublev apareció en el Festival de Cannes del año 69, aunque fuera de concurso.
¿Era una equivocación o era un milagro? La proyección de la película dejó una
cosa clara: el talento de Tarkovski era imponente. La prensa internacional se
rindió ante la belleza del filme, la sencillez de la realización
cinematográfica y la profundidad del mensaje intelectual de este joven
cineasta: el hijo de un poeta ruso entraba a hombros en la historia del cine
con una faena magistral realizada a los treinta y dos años. No fue extraño,
pues, que un empresario francés cerrara allí mismo un contrato con Sovexport
para distribuir Andrei Rublev en varias salas de París. Sin embargo, y de nuevo
por motivos no declarados, las autoridades soviéticas volvieron a acobardarse
ante el Rublev de Tarkovski y de nuevo ordenaron el retroceso: la película de
Tarkovski vuelve a casa. Pasan 1970, 1971 y 1972 con un silencio oficial tipo
tumba, sobre el que la crítica y, en general la prensa, especuló ampliamente.
Más todavía cuando, demostrando que al fin y al cabo una potencia que pone
perritas como Leika en la estratosfera no tiembla ante una película de alto
presupuesto que no se estrena, Goskino aprobó una generosa partida para el
siguiente proyecto de Tarkovski, una adaptación del relato de ciencia ficción
Solaris, del polaco Lem, a la vez que continuaba invirtiendo en la carrera
espacial, para llegar antes que nadie a la luna. Un crítico italiano acuñó un
término afortunado para Solaris: si la película revolucionaba el género de la
ciencia-ficción, era por llevarlo al terreno de la
"conciencia-ficción". La conciencia de sí y la espontaneidad moral
del individuo devienen imágenes materiales en las proximidades del misterioso
planeta ideado por Tarkovski. La cinta, no obstante, apuntaba a más problemas
que resolvía, y esto explica que sus conciudadanos, biznietos al cabo de
aquéllos que pronunciaban y escuchaban discursos sobre el Gran Inquisidor, se
zumbasen la badana durante varios meses en apasionados debates intelectuales a
propósito de Solaris. Tarkovski confirmaba su talento, y las autoridades
soviéticas, que se rindieron al parecer a la evidencia, dieron por fin suelta a
la distribución de Andrei Rublev por todo el mundo, apenas un mes antes de que
Solaris se estrenara en la URSS y se dispusiera pocos meses después a competir
en Cannes.
Luis
Betrán: Fuentes: Rafael Llano febrero 1999. Revista Sight and
sound (Robin Wood). Textos libros y artículos del propio cineasta,
Revista Positif (Michel Ciment)
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