Cuando ya no quede nada, quedará Haneke
Cuando
todos desaparezcamos, cuando se alcance por fin la perfección suicida
de un mundo en el que, por ejemplo, se admite con naturalidad que el 1%
de la población posea tanto como todo el resto junto, quedará el cine de
un tal Michael Haneke. Y no se trata tanto de una premonición, ni de un deseo, como de un dato, si se quiere, arqueológico. De hecho, Happy end, última película del gran austriaco, posee el mismo valor que el de un documento de repente hallado sobre una civilización ya perdida y completamente extinta. La nuestra, claro. El mismo título de la cinta da una pista. Macabra.
La
película es básicamente una sátira sobre el fin, sobre una supuesta y
macabra conclusión feliz. Pero no se trata del desenlace futuro e
imaginado para un tiempo, éste, que apunta maneras autodestructivas. No.
La idea es más bien tomar distancia, enfocar de manera correcta y
despejar cualquier atisbo de duda: estamos desde hace tiempo en el
umbral de un precipicio que no queremos ver. El esfuerzo civilizatorio
no consiste ya en confeccionar una sociedad más justa, cabal e
igualitaria, sino en apropiarse de mecanismos disuasorios de consuelo.
Meras ilusiones. Y de esta manera, tanto el consumo narcotizante como
la adulteración de la imagen convertida en simple mercancía, pasando por
la banalización de la violencia o la estigmatización del diferente sea
mujer, inmigrante o extranjero; todo ello, decimos, nos condena. Todo
ello está en Happy end de la misma manera que en el informe de
Brodie que imaginara Borges quedaban perfectamente registrados los usos y
costumbres de un pueblo tan exótico y extraño que se diría
completamente igual a nosotros.
La película empieza con una
imagen grabada en un teléfono. Se trata del aseo de una mujer. Se
cepilla los dientes, hace gárgaras, escupe, mea... Mientras el
espectador 'espía' la acción, los textos en forma de globos del móvil
anticipan cada uno de los movimientos. Se trata de algo familiar y, sin
embargo, difícilmente identificable. Haneke insiste una y otra en este
mecanismo. La idea es descolocar para dar con una claridad inédita, para
enfocar con precisión. De nuevo, como en Caché, un misterio abstracto moviliza el mecanismo de un sentimiento inidentificable muy cerca de la culpa. Otra vez, como en Funny games o El vídeo de Benny, la violencia es retratada con el tacto pueril de lo intrascendente. De la misma manera que en La pianista, el cuerpo de la mujer es convertido en herida; como en La cinta blanca, la infancia es víctima; como en Código desconocido, la idea es dibujar el tamaño de los muros que nos aíslan; como en El quinto continente o, sobre todo, "Amor", la muerte, sólo la muerte...
Happy end es también, por todo lo anterior, el final de un camino en la
filmografía de su director, el punto de llegada. En una especie de
aquelarre pagano, la película concita buena parte de los temas, si no
todos, que han perseguido al director y que, de alguna manera, nos
persiguen a todos. El hecho de que los maestros de ceremonias sean dos
actores tan 'hanekianos' como Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant termina por ser elemento de prueba suficiente. Para
situarnos, la película se detiene en un instante de una familia
debidamente burguesa que, muy cerca de Calais, vive ajena a nada que no
sea ella misma. Desde arriba, el patriarca contempla desde la atalaya de
su vejez el derrumbe general. Desde abajo, la nieta pequeña observa
detenidamente el devenir rigurosamente absurdo de la existencia de sus mayores.
Y en medio, la hija despiadada a los mandos del negocio familiar, el
hijo médico entregado a una doble vida, los sirvientes marroquíes, el
otro nieto desnortado... En un momento dado, el patriarca en silla de
ruedas habla con unos inmigrantes por la calle. La cámara se coloca en
la acera contraria. La conversación se pierde entre el ruido de los
camiones. El espectador es forzado a rellenar el hueco de una secuencia
que en su mutismo se acerca a la más fría desesperación. Sólo se puede
hablar de muerte. El resultado es una película vocacionalmente gélida y abstracta
que pasea por la mirada como una cantata lúgubre y diabólica de, en
efecto, el fin. Y tal como están las cosas, cualquier fin sólo puede ser
feliz. Cuando ya no quede nada, quedará Haneke.
Luis Martinez (El Mundo)
"Happy end" ha sido masacrada por la infame crítica cahierista y sus clones españoles, no por Fotogramas. Ahora sucede a Haneke (Europa), Scorsese (Estados Unidos), director de gran maestría en la puesta en escena y que transmite ideología seudofascista, cuando no se pierde en un confuso catolicismo que avergonzaría, por ejemplo, a Pasolini.
Luis Betrán
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