jueves, 25 de octubre de 2018

Haneke y Scorsese

Cuando ya no quede nada, quedará Haneke

Cuando todos desaparezcamos, cuando se alcance por fin la perfección suicida de un mundo en el que, por ejemplo, se admite con naturalidad que el 1% de la población posea tanto como todo el resto junto, quedará el cine de un tal Michael Haneke. Y no se trata tanto de una premonición, ni de un deseo, como de un dato, si se quiere, arqueológico. De hecho, Happy end, última película del gran austriaco, posee el mismo valor que el de un documento de repente hallado sobre una civilización ya perdida y completamente extinta. La nuestra, claro. El mismo título de la cinta da una pista. Macabra.
La película es básicamente una sátira sobre el fin, sobre una supuesta y macabra conclusión feliz. Pero no se trata del desenlace futuro e imaginado para un tiempo, éste, que apunta maneras autodestructivas. No. La idea es más bien tomar distancia, enfocar de manera correcta y despejar cualquier atisbo de duda: estamos desde hace tiempo en el umbral de un precipicio que no queremos ver. El esfuerzo civilizatorio no consiste ya en confeccionar una sociedad más justa, cabal e igualitaria, sino en apropiarse de mecanismos disuasorios de consuelo. Meras ilusiones. Y de esta manera, tanto el consumo narcotizante como la adulteración de la imagen convertida en simple mercancía, pasando por la banalización de la violencia o la estigmatización del diferente sea mujer, inmigrante o extranjero; todo ello, decimos, nos condena. Todo ello está en Happy end de la misma manera que en el informe de Brodie que imaginara Borges quedaban perfectamente registrados los usos y costumbres de un pueblo tan exótico y extraño que se diría completamente igual a nosotros.
La película empieza con una imagen grabada en un teléfono. Se trata del aseo de una mujer. Se cepilla los dientes, hace gárgaras, escupe, mea... Mientras el espectador 'espía' la acción, los textos en forma de globos del móvil anticipan cada uno de los movimientos. Se trata de algo familiar y, sin embargo, difícilmente identificable. Haneke insiste una y otra en este mecanismo. La idea es descolocar para dar con una claridad inédita, para enfocar con precisión. De nuevo, como en Caché, un misterio abstracto moviliza el mecanismo de un sentimiento inidentificable muy cerca de la culpa. Otra vez, como en Funny games o El vídeo de Benny, la violencia es retratada con el tacto pueril de lo intrascendente. De la misma manera que en La pianista, el cuerpo de la mujer es convertido en herida; como en La cinta blanca, la infancia es víctima; como en Código desconocido, la idea es dibujar el tamaño de los muros que nos aíslan; como en El quinto continente o, sobre todo, "Amor", la muerte, sólo la muerte...

Happy end es también, por todo lo anterior, el final de un camino en la filmografía de su director, el punto de llegada. En una especie de aquelarre pagano, la película concita buena parte de los temas, si no todos, que han perseguido al director y que, de alguna manera, nos persiguen a todos. El hecho de que los maestros de ceremonias sean dos actores tan 'hanekianos' como Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant termina por ser elemento de prueba suficiente. Para situarnos, la película se detiene en un instante de una familia debidamente burguesa que, muy cerca de Calais, vive ajena a nada que no sea ella misma. Desde arriba, el patriarca contempla desde la atalaya de su vejez el derrumbe general. Desde abajo, la nieta pequeña observa detenidamente el devenir rigurosamente absurdo de la existencia de sus mayores. Y en medio, la hija despiadada a los mandos del negocio familiar, el hijo médico entregado a una doble vida, los sirvientes marroquíes, el otro nieto desnortado... En un momento dado, el patriarca en silla de ruedas habla con unos inmigrantes por la calle. La cámara se coloca en la acera contraria. La conversación se pierde entre el ruido de los camiones. El espectador es forzado a rellenar el hueco de una secuencia que en su mutismo se acerca a la más fría desesperación. Sólo se puede hablar de muerte. El resultado es una película vocacionalmente gélida y abstracta que pasea por la mirada como una cantata lúgubre y diabólica de, en efecto, el fin. Y tal como están las cosas, cualquier fin sólo puede ser feliz. Cuando ya no quede nada, quedará Haneke.

Luis Martinez (El Mundo)

"Happy end" ha sido masacrada por la infame crítica cahierista y sus clones españoles, no por Fotogramas. Ahora sucede a Haneke (Europa), Scorsese (Estados Unidos), director de gran maestría en la puesta en escena y que transmite ideología seudofascista, cuando no se pierde en un confuso catolicismo que avergonzaría, por ejemplo, a Pasolini.

Luis Betrán

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