viernes, 16 de junio de 2017

DOSSIER EL GRAN CINE PORTUGUÉS

 Joao César Monteiro

Inesperado en su obra, extravagante en la vida. Joao César Monteiro es uno de los más originales cineastas portugueses y ha visto su trabajo reconocido a nivel internacional, habiendo además recibido la bendición urbi et orbe del Papa Lusitano don Manoel de Oliveira…después de muerto. La cinta suya más polémica ha sido Blancanieves: en la mayor parte de la película, estrenada en noviembre del año 2000, la pantalla aparece y permanece negra. Sin ninguna imagen. "Con una pequeña pérdida, es una gran película para los invidentes", comentaba el realizador, que abría una guerra con el productor Paulo Branco a causa de esta propuesta osada. En Blancanieves, cuando hay imágenes no hay texto, y cuando hay texto desaparecen las imágenes.

Joao César Monteiro (1934-2003) integra el grupo de jóvenes realizadores del movimiento Nuevo Cine y es de los pocos que no prosigue los estudios universitarios - tal vez por considerar la escuela como "el retrete cultural del opresor". Comienza a trabajar como asistente de realización. En 1963, una bolsa de la Fundación Gulbenkian le permite viajar a Inglaterra, estudia en la London School of Film Technique. Dos años después, regresa e inicia el rodaje de su primera obra, ""Quien espera zapatos de difunto muere descalzo". En 1989, "Recuerdos de la Casa Amarilla" fue distinguida con el León de Plata en el Festival de Venecia. Aquí, volvería a ser premiado, en 1995, con el Gran Premio Especial del Jurado por "La Comedia de Dios". Fue también actor y hombre de grandes rebeldías. Siempre mordaz. En una entrevista con Cienfuegos en el Festival de Gijón donde fue homenajeado en 1997 (yo estuve allí), confiesa su gusto inmenso por la expresión "hijo de puta". "Mi sueño es ser juzgado, y cuando el juez diga" levántese el reo ", mi respuesta es": levántate tú, hijo de puta. Ahora bien, como llegar hasta el tribunal es una pesadez, estoy pensando en meterlo en una película.

La “casa amarilla” de João César Monteiro es el punto de llegada de un personaje perdido en las calles de una Lisboa sucia pero verdadera, sin su embellecida luz blanca. Una casa destinada a los últimos de la vida, refugiados en la imaginación y fantasía de su universo, que los protege de la insensibilidad anónima de la vida rutinaria de la ciudad. Una “casa amarilla”, por supuesto, que es un manicomio, pero también el pasaje definitivo de la pobre realidad de la vida de João de Deus, el alter ego de Monteiro, al universo sombrío e infinito de un nuevo Nosferatu, su resurrección final después del rechazo social que vive en Lisboa.

El personaje de João de Deus nace en Recordações da Casa Amarela, la primera parte de una supuesta trilogía que se completa con A Comédia de Deus (1995) y As Bodas de Deus (1999) –y con un maravilloso “epílogo” de despedida en Vai e Vem (2003)–, pero sus orígenes pueden encontrarse en el primer largometraje de César Monteiro: Fragmentos de um Filme Esmola, realizado en 1972 (Monteiro tenía 34 años). Con trazos que nos recuerdan Le Père Nöel a les yeux bleus (1969) de Jean Eustache, encontramos a Lívio, personaje misterioso que busca su supervivencia entre un paisaje urbano asfixiante y un experimentalismo estético inspirado en la fantasía de su pensamiento. Lívio será también, más tarde, habitante de la “casa amarilla”, el manicomio lisboeta que recibe a João de Deus en la conclusión de Recordaçoes da Casa Amarela. João de Deus sigue el camino ya tomado por Lívio, pero con el peso de su vejez. Interpretado por el propio João César Monteiro, João de Deus vive en la pensión lisboeta de Dona Violeta (Manuela de Freitas, actriz recurrente en el cine de Monteiro), presencia autoritaria, represiva y representante de un fatalismo portugués conservador en el estilo de vida.

João de Deus lucha por una independencia que la indignidad social estructurada por los otros no le reconoce. Sus días se dividen entre la tímida cohabitación con otros perdidos habitantes de la vida lisboeta, perforando los laberintos de una Lisboa medieval y pobre, y sus deseos por una joven ninfa, Julieta, una imagen de pureza y música dentro de la decadencia de su ciclo de vida, reflejada en el propio estado físico de João de Deus. Su despertar se produce en momentos iluminados que lo distancian de una humillación física cotidiana, creando una deificación del cuerpo, de los gestos y de los sentidos de la schubertiana Julieta, ofreciéndole la oportunidad de escapar de una triste realidad para aventurarse en el placer de los sentidos de su mirada sobre una Julieta inspirada en la más pura pintura renacentista o flamenca. Pero el último rechazo – el del placer físico que rompe las rígidas normas morales de sus relaciones sociales (Julieta es la hija de Dona Violeta) – lo dejará sin espacio para vivir en el pobre escenario de los comunes mortales. Su lugar estará entre los inadaptados, miembros alienados de una sociedad que vive por el juicio de sus criaturas y por la reproducción terrena del infierno que tanto refieren en sus desesperados lamentos.

Pero la riqueza de la experiencia del universo del alter ego de Joao César Monteiro está en la tensión entre la triste pero cómica realidad de sus personajes y un puente hacia la fantasía de las palabras, gestos y narrativas conducidos por João de Deus (y malinterpretados por las figuras de autoridad). Como un cierto ovni en una ciudad sin tiempo, la revolución de João de Deus (y de Joao César Monteiro en su cine) es una mirada entre la tensión de un retrato lisboeta realista y decadente y una fábula puramente cinematográfica, juegos de palabras, referencias luminosas, musicales y poéticas de sus espacios, un escenario para la extraña forma de vida de un incomprendido en su forma y discurso, pero que nunca busca la comprensión del mundo exterior a sus impulsos.

La vida de João de Deus, pues, existe a nuestros ojos exclusivamente por la capacidad de expresión del cine, su propio paraíso en la tierra: un monumento a su idioma y un reconocimiento de la capacidad del espectador de seguir y fantasear en los caminos reales y ficticios del propio artista – João César Monteiro o João de Deus – en su propia pantalla. La posición de Monteiro en el cine portugués y su puesta en escena son de una libertad individual total: un encuentro entre la realidad de las asfixiantes calles lisboetas y un mundo de fantasía sugerido por sus actos y miradas. El renacimiento de João de Deus por la vampírica presencia de Nosferatu nos dice que, al final, solo nos queda el cine como la posibilidad más próxima de una felicidad individual, sin compromisos con ninguna otra realidad de autoridad y censura moral.

Recordações da Casa Amarela funciona hoy, también, como pieza de memoria (“recordações” como “recuerdos”, luego, imágenes de cine) sobre un artista que ha hecho siempre su camino solo, distanciado de las formalidades de vida y trabajo, pero con una visión única sobre cierto sentimiento de la vida lisboeta (como en la presentación de “una película lusitana” en sus créditos y su magistral plano de introducción sobre Lisboa, con un discurso sobre su sufrida vida cotidiana. Y Joao César Monteiro es, en nuestra época, un cineasta que ejerce una tremenda influencia sobre el espíritu de creación contemporánea del cine portugués: autores como João Nicolau o Miguel Gomes hablan de Recordações da Casa Amarela como la mejor película hecha en Portugal, señal de reconocimiento a la creación de un universo fantasioso anclado en la realidad física de un barrio, una ciudad o un país. Pero Joao César Monteiro ha superado cualquier figura canónica de inspiración: su presencia se ha instalado, como la de todos los grandes artistas, en el movimiento eterno del imaginario cinematográfico. Cuando Monteiro falleció, un cineasta - muerto también recientemente - tan lejano en todo como el iraní Abbas Kiarostami escribió: ha muerto el mejor cineasta del mundo. Oliveira, por su parte, anotó "ya nunca más volveré a reirme de todo aquello que merece risa y no odio". "Recuerdos de la casa amarilla" es una fiesta cinematográfica.

Luis Betrán
 

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