José Val del
Omar
Cuando se lleva tiempo observando y escribiendo
acerca de imágenes (o de cualquier otra cosa), pocas sensaciones hay tan
emocionantes como el instante en que descubrimos que no sabemos (o que sabemos
muy poco). Que aquello que hasta el momento solamente intuíamos, o dábamos por
hecho, empieza a cobrar forma. A veces olvidamos con mucha facilidad lo sesgado
de nuestra percepción cuando esta carece de datos, de cimientos sobre los que
construirse. Hasta hace poco, nuestra visión de la obra de José Val del Omar (Granada,
1904 – Madrid, 1982) era forzosamente incompleta. Al menos lo era para todos
aquellos que no vivimos en primera persona el estreno de sus piezas
audiovisuales ni la publicación en 1992 de Val del Omar sin fin,
antología de textos de y sobre el cinemista coordinada y recopilada
por su hija María José y su yerno Gonzalo Sáenz de Buruaga. Este tomo,
descatalogado desde hace tiempo, constituía hasta ahora la obra de referencia
para acercase a VDO -entre otras cosas porque iba acompañado de un VHS con Aguaespejo
granadino (1953-1955) y Fuego en Castilla
(1958-1960), las dos primeras partes del Tríptico elemental de España-
pero, pese a su incontestable valía, se antojaba a todas luces insuficiente
para calibrar el personaje y su obra. Corría así VDO el riesgo de convertirse
en una figura mítica cuyo culto se basase más en un aura legendaria que en el
estudio de su trabajo.
Y lo cierto es que resultaba muy fácil
entusiasmarse con cualquier cosa que tuviera que ver con VDO. Costaba ver sus
películas – hubo un ciclo en la Filmoteca de Zaragoza - y cuando escribíamos
sobre él lo hacíamos tirando de recuerdos (probablemente borrosos) y de tópicos
que se transmitían de texto en texto. Nos gustaba reivindicarlo como maldito,
como genio ignorado entre la supuesta pobreza espiritual del cine atrapado
entre la posguerra y el tardofranquismo. Era fácil, era cómodo y, sobre todo,
era poco rebatible ¿Cómo iba a serlo si apenas le conocíamos? Llegamos al
consenso de que VDO era el “loco bondadoso” del cine español, entre el
iluminado y un profesor chiflado de tebeo, y ya nos estaba bien que así fuera.
Las mismas palabras para unas imágenes cada vez más lejanas. Por ese motivo, la recuperación -u ordenación- de
su obra que, desde distintos frentes coordinados, se efectuó el año pasado
tiene tanto de acontecimiento como de reto, ya que nos obliga a replantearnos
las cosas que dábamos por sentadas y eleva el nivel de (auto)exigencia a la
hora de encarar el personaje. El pack de 5 DVDs Val del Omar. Elemental de
España publicado por Cameo, que contiene una ingente cantidad de material
audiovisual, tanto del propio VDO -pese a alguna ausencia significativa- como
de piezas de otros autores surgidas del deseo de saber -y ver- más del
granadino. Calificar de “acontecimiento” la largamente ansiada “visibilidad” de
la obra de VDO no es gratuito, habida cuenta de la indiferencia con que el cine
español despacha su propia historia. Solo hace falta pensar en la cantidad de
lagunas todavía existentes en un mercado doméstico plagado de ediciones más que
cuestionables, con baja calidad audiovisual y nulo contenido adicional. Por eso
celebramos las iniciativas, excepcionales en todos los sentidos, que trabajan
para corregir esta mala costumbre. La labor de Cameo es un ejemplo a seguir,
tanto por Val del Omar. Elemental de España como por Segundo de
Chomón 1903-1912. El cine de la fantasía.
De entre estas ideas (o preconcepciones) que
hemos heredado de VDO quizás la que convenga matizar primero sea aquella que lo
alinea en las filas del cine experimental, categoría en la que encajaría más
por accidente que por afinidad, al menos si entendemos que esta va ligada a una
consciente vocación minoritaria. Lo cual no significa, ni mucho menos, que no
se puedan rastrear vasos comunicantes entre VDO y determinadas figuras de la
experimentación cinematográfica. Un ejemplo en apariencia anecdótico o casual
pero que resulta sorprendentemente elocuente: “[el término “cinegrafías”,
empleado en los títulos de crédito de Fuego en Castilla] nos
parece hoy un término típico de las investigaciones de la vanguardia, pues así
denominaba Germaine Dulac, a partir de 1924, la investigación de los medios
estéticos propios del cine, es decir, una poesía visual que remite a las artes
plásticas, a veces a la música, y se desvía de lo novelesco para desarrollar
potencialidades ligadas a la descripción y a la fotogenia de los fenómenos”. Con
todo, revisando su obra audiovisual tras leer sus cartas y manifiestos y
conocer su trabajo en las Misiones Pedagógicas, podemos llegar a la conclusión
de que sería preferible cambiar el término “experimental” por “experiencial”.
VDO se define a sí mismo como un iletrado (“Afortunadamente, mi yo se formó
negando el mundo de las palabras” y hace un repetido uso de la expresión
“cultura de sangre”, que acuñó Lorca en Teoría y juego del duende
(1933). Un iletrado, eso sí, orgulloso y reconvertido en pedagogo, ardiendo en
deseos de llevar la cultura allí donde más improbable es que llegue, algo que
llevó a cabo durante la República en las ya mentadas Misiones Pedagógicas. Este
proyecto recorrió las zonas rurales del país instalando en los pueblos efímeros
museos con reproducciones de los cuadros del Museo del Prado, u ofreciendo las
maravillas del cinematógrafo a unas miradas todavía vírgenes. Pero, por encima
de todo, VDO estaba obsesionado con la idea de implicar a los destinatarios en
ella, de reducir su papel de maestro/intermediario al mínimo, incluso aboliéndolo
si era necesario. Toda su obra está recorrida por una misma voluntad, la de
servir de enseñanza, de acercamiento a una idea y a un sentimiento (él hubiera
empleado la palabra aprojimación, fusión de “aproximar” y “prójimo”).
Si fue experimental fue porque no le quedaba más remedio, porque las
herramientas del saber tradicional no le convencían y se vio obligado a inventar.
Se diría que su creatividad no respondía tanto a un impulso artístico como a
una necesidad de comunicar, de tender puentes con el mundo.
Ese “perdonárselo todo”, comprensible cuando
hablamos de la relación que tenían con él sus allegados, resulta también muy
ilustrativa del análisis que hasta ahora se hacía de su figura. Precisamente,
uno de los grandes puntos de interés que nos ha proporcionado la recuperación
de su obra y escritos es el de situarnos en la encrucijada de valorar su
posicionamiento político. Quizás porque tenemos tendencia a confundir los
artistas que admiramos con héroes, nos gustaba pensar en VDO como un mártir
artístico, un idealista durante la República - época de las Misiones
Pedagógicas - que vio su visión de la cultura truncada con la llegada del
franquismo, que lo condenó al ostracismo más absoluto.
Val del Omart tuvo, cuanto menos, una actitud
“servil” hacia el Régimen golpista, siempre bajo el paraguas franquista, en una
ambigua situación que no podríamos denominar cómoda pero tampoco, ni mucho
menos, hostil. Se trataba, más bien, de un “dejar hacer” que denotaba una
indiferencia pasiva hacia los avatares del granadino, patente en las distintas
cartas que VDO mandaba a las autoridades, esperando una respuesta, una reacción
positiva, y que siempre fracasaban en el objetivo de contagiar su entusiasmo de
cinemista. Si bien es cierto que el contraste entre el lenguaje de Val
del Omar y las aspiraciones de sus cartas a la autoridad produce situaciones
casi cómicas por el desnivel existente (como cuando, dirigiéndose a Fraga
Iribarne, escribe la impagable sentencia: “Me preocupa que su mano izquierda
galaica no oculte su envidiable virtud, su amor a España con dos cojones de
hombre limpio”, su lectura del tirón produce una cierta sensación kafkiana,
que nos hace imaginar a VDO dando vueltas frente a una enorme puerta cerrada o
consumiéndose en un banquillo a la espera de que alguien se digne a atenderle
(situación que, dicho sea de paso, no mejoró con la Transición). Es posible que
este abismo lingüístico entre sus intenciones y la disposición de la
Oficialidad no sea más que la constatación de la problemática que va a
arrastrar siempre el cinemista: Parece hablarnos desde un lugar muy lejano.
Como si un río caudaloso y embravecido nos separase de él. Quiere que nos
reunamos, que vayamos a su encuentro, y siempre, SIEMPRE, dará el primer paso,
pero a nosotros se nos antoja tremendamente difícil llegar hasta él.
Quizás también por eso resulta tan complicado
hablar de una influencia real de su obra cinematográfica. Hay quienes lo han
intentado, con entusiasmo y paciencia, empezando por Benet Roman, quien montó
la inacabada Acariño Galaico (1961 / 1981-1982 / 1995)
siguiendo las pautas dejadas por el ya desaparecido VDO. Y si bien el resultado
es valiosísimo, echamos algo de menos en esa pieza. Un fulgor que solo puede
conseguirse cuando esa visión nace en las entrañas. Algo que también ocurría en
Tira tu reloj al agua (Eugeni Bonet, 2003-2004), largometraje
hecho a partir de diversos materiales rodados por el granadino durante toda su
vida. Una idea apreciable por la visibilidad que da a un conjunto disperso y
que, si bien puede resultar fallida como obra cerrada (todo lo cerrado que puede
ser un trabajo de estas características), no es difícil reconocer que,
simplemente, no podía salir mejor. En la ausencia de VDO todo queda en
aprojimaciones frustradas -a fin de cuentas, este texto no deja de ser
precisamente eso-, que conocen la teoría, pero fracasan en encontrar la
sintonía mental con su obra. Hubo un momento en que yo también creí haber
captado esa sintonía, y viví convencido de ello durante muchos años. Hasta
ahora. Hasta el momento en que vi a un Val del Omar distinto. Un Val del Omar
que no filmaba estatuas, ni vírgenes, ni fuego, ni agua. Un Val del Omar que,
en lugar de desbordar, se colocaba delante de la cámara, en una película familiar,
miraba a su esposa, cómplice, enamorado y pícaro, y se fundían en un “beso de
cine” inocente, hermoso, vivo como pocas veces he visto en una pantalla. En ese
momento fui consciente de que, en realidad, no sabía nada de Val del Omar. Una
bella frustración, acompañada de agradecimiento por tener la oportunidad de aprojimarme
a su misterio. Espero no resolverlo nunca.
Luis
Betrán
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