Introducción
Mi mayor miedo es acabar convertido en un mendigo. Que por alguna
razón u otra, sea enfermedad o locura, crisis económica o mala suerte,
elección o descuido, termine perdiendo todo aquello que considero mío:
casa, trabajo, familia, amigos. Quedarme solo, sin refugios ni
seguridades. Verme obligado, a partir de ese entonces, a vagar sin
rumbo, siempre hambriento, en peligro constante, temiendo el frío y la
lluvia, más incluso a mis propios semejantes. Un estado semejante al de
una condena a perpetuidad, del que sólo la muerte podría librarme, pero
que no tendría valor para infligírmela. Pensando, por último, que en
medio de la multitud podría reconocer a aquellos que alguna vez formaron
parte de mi vida, sin que ellos me reconocieran a su vez… o quizás no
quisieran. Recuerdo como en la magnífica "La grande bouffe" - muy admirada por Buñuel - Piccoli, Mastroianni, Noiret y Tognazzi se reunían en una mansión en las afueras de Paris para suicidarse comiendo y follando. Ferreri y Azcona parecían decirnos: ¿que otra cosa es la vida más que comer, cagar y fornicar?. En mis pesadillas no falta la estruendosa muerte de Piccoli.
Meditando sobre este temor, me resulta difícil encontrar una película
donde se haya descrito la vida de un mendigo. Mejor dicho, las hay
muchas, pero suelen tratarlo de modo romántico. Bien como espacio de
libertad fuera de la sociedad opresora, único lugar donde quedarían
rotas sus cadenas, bien como prueba y camino de perfección, retiro que
nos permitiese volver en triunfo a una sociedad que nos expulsó de su
seno. En sus peores expresiones fílmicas, la miseria no sería otra cosa
que un disfraz conveniente del ideal del ganador, al que tan proclive es
el cine americano, un mal al que puede vencerse con mera fuerza de
voluntad, como si el reconocerlo bastase para conjurarlo. En sus mejores
plasmaciones, como en Iluminacja (Iluminación, 1973) de Krystof Zanussi o Persepolis
(2007) de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, esa experiencia deja
huellas indelebles en sus víctimas, pero al mismo tiempo es la razón y
el motivo de su recuperación. Más bajo no se podía caer, ya sólo se
puede ascender, como se suele decir.
Cierto, no se puede caer más bajo, pero sí se puede quedar atrapado
en esas profundidades, para siempre y sin remisión. No otra cosa ocurría
en el mundo despiadado de Los olvidados (1950) de Luis Buñuel,
en donde la miseria destruía a las gentes y las llevaba a la abyección:
tanto a consentirla como a cometerla. Un auténtico círculo del
infierno, pero situado en esta misma tierra, cuyo efecto deletéreo
consumía y envenenaba todo lo que tocaba, incluso las mejores
intenciones de reforma y justicia social. No sería la última vez que ese
submundo, corrosivo y orgulloso de serlo, afloraría en el cine de
Buñuel. Así ocurriría en Viridiana (1961) y, con algo menos de radicalidad, en Nazarín (1959). El venerado, no por mi, Andrei Tarkowsky consideraba que "Nazarín" lograba lo imposible, contar la vida de Cristo por un ateo. Lejos de la solemnidad marxista del notable Evangelio pasoliniano.
Películas y punto de vista que nos llevan a otra reflexión necesaria.
Porque podríamos creer que, si se resolviesen las desigualdades, si se
estableciese la justicia social, estos limbos desaparecerían, pero lo
cierto es que la forma en que surge este tema en las películas de
Buñuel, como torrente que nos arrastra y ante el cual no tenemos
defensa, sugiere lo contrario. A nuestras aspiraciones a la luz y al
orden siempre se oponen estos reversos tenebrosos, creados por nosotros
mismos, incluso deseados, que amenazan con tragarnos, con arrebatarnos
todo lo que somos y creemos ser. Porque tememos que nos arrastren con ellos. Guillermo Fatás, en las siniestras paginas de Heraldo de Aragón, llamó a Bueñuel "el terrible turolense".
No es extraño, por tanto, que nos esforcemos en apartar de nuestra
mente hasta el más mínimo vislumbre de esos estados anormales. O que
alejemos la mirada, como si no existieran, de sus heraldos. De aquellos
que comparten con nosotros las calles de nuestras ciudades y cuya visión
nos resulta insoportable. De mendigos, enfermos y locos. De los muchos
abandonados sin remedio ni salvación. Durante muchos años, Buñuel fue ignorado e incluso maltratado por la nefasta "Cahiers du cinéma", la revista de la derecha acomodaticia y, por tanto, muy influyente. Sus seguidores tenían y tienen a Godard, el tonto maoísta, el tonto socialista, el tonto revolucionario, el bobo que habla de libros y libros que, posiblemente, jamás ha leído.
Luis Betrán
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