martes, 10 de septiembre de 2019

VEINTE HORAS


Veinte horas (1965) de Zoltan Fabri

                El 11 de marzo de 1965 se estrenó en Budapest Veinte horas (Húsz óra, 1965) de Zoltan Fábri. Veinte horas no trata de la rebelión de Budapest, sino del estalinismo en el campo (pero es un tema que habría sido imposible tratarlo sin la libertad existente para tratar el otro). Jeancolas señala que lo nuevo no es asunto de autores sino de películas. Fábri había hecho algunas comedias estimables, pero nada permitía suponer el golpe que supuso Veinte horas. Su trasfondo es la desaparición de la amistad entre cuatro compañeros de miseria: Sandor, Beno, Angi y Jóska. Como un rompecabezas (en el cual las piezas decisivas son las últimas en colocarse), sigue el esquema de una película policíaca. Un periodista acude a un pequeño pueblo, donde hace años el secretario del partido comunista (Sandor) ametralló a uno de sus compañeros (Beni). A medida que avanza el reportaje la situación aparece más compleja y las motivaciones más oscuras.

El periodista logra entresacar una historia, cuya publicación es inviable. El secretario del partido, Sandor, descubre que Angi ha sustraído cierta cantidad (ínfima) de grano. Sandor va a casa de Angi con la policía y registran toda la casa, pero no encuentran nada (Angi se lo dio a su hijo, para ayudarle). Sandor le amenaza con disparar si no dice dónde está el grano. Entonces, Angi dice que, si quiere, dispare. Y rompe su camisa como el activista de Arsenal (1928) de Alexander Dovjenko, y empieza a perseguirlos por las calles del pueblo, gritando que disparen si se atreven. Por supuesto, no se atreven y protagonizan una escena más bien cómica, corriendo ante el sospechoso, que les persigue gritando. Pero el hijo de Angi (el beneficiario de la sustracción del grano) encuentra deshonesta la acción de su padre y le abandona para siempre. Para sus padres, el abandono del hijo ha sido peor que un tiro de pistola.

Humillado, Sandor y otro (armados con metralletas) van a media noche a registrar la casa de su amigo Beni, que siempre ha tomado Sandor un tanto a pitorreo. Al verle armado con metralleta le dice que se vaya a dormir. Sandor, por el contrario, sigue soltando todo tipo de consignas políticas (que no vienen a cuento), Beni se ríe de Sandor, y cansado de la situación le dice que no valía nada como sirviente y que ahora vale menos como secretario general. Sandor, al oír la burla despectiva, ametralla a su amigo, matándolo (y acaba con una amistad que se quería inquebrantable).

Luis Betrán

jueves, 25 de julio de 2019

Decíamos ayer...


DIEGO MARADONA, de Asif Kapadia

En el 2009, Ken Loach firmaba Looking for Eric, una película centrada en la vida de un cartero inglés que lucha contra su particular crisis con la ayuda del delantero del Manchester United Eric Cantona. No me considero un fanático del fútbol, aunque sí que me gusta ver algún que otro partido y sigo la actualidad de cerca; quizás por eso el filme de Loach me hizo sentirme más próximo a mis amigos que sí vivían el deporte. Más próximo a esa pasión que ciega la vista de una o de otro color. Recuerdo que cuando la vi, uno de estos amigos había dicho que el fútbol, en cierta forma, era lo que mantenía la orden en la sociedad capitalista, porque las luchas que se deberían dar en la calle contra el sistema se daban en el estadio contra el equipo rival.
***
Se hay un don que se le puede atribuir a Asif Kapadia es la de saber escoger a los protagonistas de sus filmes. Después de retratar la figura de Ayrton Senna y la rivalidad con Prost, de retratar a Amy Winehouse y su descenso a los infiernos, y de producir filmes sobre los hermanos Gallagher y Cristiano Ronaldo, Kapadia sigue manteniendo arriba el suyo propio listón con un documental centrado en la etapa napolitana de Diego Armando Maradona. Diego Maradona (2019) se construye sobre un extenso archivo de imágenes, grabaciones y fotografías sobre los que, puntualmente, aparecen las voces de la gente que acompañó al ‘Pelusa’ durante su vida. Un documental que habla de fútbol y del innato talento del argentino para revolucionar el deporte, pero también de drogas, camorra, Scudettos y redención.
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La llegada de Maradona al Nápoles supuso la revolución. Su fichaje, que rompió el récord mundial de gasto de aquel año (12 millones de euros, calderilla en la actualidad), despertó rumores y comentarios sobre la influencia de la camorra en el presupuesto del equipo. Algo que, rápidamente, negaría el presidente del club y que, el tiempo, se encargaría de demostrar. Mientras, en una de las ciudades más pobres de la Italia de los años 80, los napolitanos recibían al futbolista no como un fichaje estrella, sino como una deidad a la que adorar. Lo que viene después, es por todos conocido: el ascenso del Nápoles en la Serie A, “La mano de Dios”, el famoso gol contra Inglaterra, las drogas, la caída a plomo del astro argentino…
El error más común a la hora de ver un documental como Diego Maradona es pensar que éste nos va a descubrir algo inusual sobre la figura protagonista, cuando en realidad, lo que hace es construir una historia, una narración, sobre la vida del mismo. Así, todo lo que sucede en el documental son episodios que ya conocemos, pero quizás son los espacios entre esas grandes anécdotas a lo que habitualmente no llegamos. Kapadia, como ya había hecho en Amy y Senna, organiza los materiales con verdadera destreza, permitiendo que la historia se construya como si fuese una ficción, pero sin olvidar el componente documental del filme. Quizá por esta destreza, las voces en off que acompañan no se hacen pesadas o innecesarias, sino que ayudan a leer de forma diferente las imágenes del archivo.
Por otra parte, Diego Maradona no es solo un documental sobre el futbolista. Diego Maradona es también un filme sobre un momento histórico, una sociedad concreta: el Nápoles de los años 80. A lo largo de las dos horas de duración, se infiltra la camorra y su influencia, así como el laissez faire social que dominaba en una ciudad sumida en una clara recesión económica. También retrata la rivalidad entre la ciudad y el resto de Italia, así como el racismo latente con los inmigrantes que llegaban la Nápoles. De nuevo, Kapadia sabe administrar esta información, y deja que, de una forma casi natural, la historia se desvíe momentáneamente por este retrato de una Italia, en ciertos aspectos, no muy diferente a la actual. Precisamente por esta situación social, es comprensible el fervor desmesurado que se vivió por el ‘ Pelusa’ en la ciudad. El futbolista que hizo que el equipo local se hiciese con el título de liga italiano, el futbolista que invirtió las dinámicas habituales y puso a Nápoles a la cabeza. Maradona era una vía de escape, una utopía que se hacía posible cuando el 10 conducía el balón con sus pies.
Como Ken Loach, Asif Kapadia escoge un protagonista que consiguió la fama tanto por su talento como por sus excesos. La necesidad de huir de la presión de una ciudad que carga sobre ti la responsabilidad, el fácil acceso a paraísos artificiales, o el culto desmesurado a la personalidad propia acaban por convertir a estos futbolistas en verdaderos Mr. Hyde, donde, el personaje creado acaba por devorar al futbolista. Diego Maradona nos hace conectar también con este lado emocional. “Diego no tiene nada que ver con Maradona, pero Maradona lo arrastra a Diego por todos los lados”, dice el que fue el entrenador personal del delantero.
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La película, podría caer en el error de dar una redención al futbolista, una vía de escape que justificara los excesos y los errores del pasado, una explicación que, situando a la presión en el centro de la ecuación, permitiera entender la deriva destructiva que lo absorbió. Pero la realidad no es así. Kapadia, que en ningún momento juzga al protagonista, nos muestra la totalidad: a Diego, a Maradona, y a Diego Maradona. Nos muestra ese lado oscuro que hizo que el chico que quería ayudar a su familia y ganar títulos, sea ahora un meme que se vuelve a hacer viral cada pocos meses. La realidad es que no es D10S, sino un juguete roto. El resultado de pasar de cero a cien en apenas minutos, sin frenos ni red de seguridad: tan sólo un ego desmesurado que se hacía más y más grande a cada loanza o privilegio que recibía.
Pero, por encima de todo, el filme comparte la mejor de las virtudes de los documentales firmados por Kapadia, esto es, la de enganchar al espectador, sea seguidor del fútbol o no. De la misma forma que acompañamos a Senna hasta aquella curva del circuito de Monza, o a Amy Winehouse en aquella noche en Camden Square, acompañaremos la Maradona hasta (casi) la actualidad, donde más que nunca su lado oscuro hace presencia. Todo esto en un documental que se aleja del sensacionalismo habitual de quien narra la historia de personajes cómo estos; en un filme que intenta comprender, que no justificar, el declive del mejor jugador de la historia del fútbol. Un filme, en definitiva, que, como Looking for Eric, nos hace entender porque esa pasión ciega por un deporte, por un jugador, por un genio del fútbol.

Luis Betrán

martes, 4 de junio de 2019

Andrei Rublev o Roubliov

Sumergirse en el mundo de Tarkovski requiere un verdadero esfuerzo por parte del espectador, en tanto en cuanto es uno de esos directores que han logrado crear un universo propio, una forma particular no sólo de "ver", sino sobre todo, de narrar. Precisamente por ello es un autor difícil, ante cuya obra conviene, en muchas ocasiones, conformarse con disfrutarla, antes que aventurarse a comprenderla o explicarla enteramente; no obstante, vamos a intentarlo.

"Andrei Rublev" cuenta la historia de un pintor de iconos en la Rusia del siglo XV. Sin embargo, tras este argumento aparente se revela una metahistoria, en la que Tarkovski reflexiona acerca de la difícil relación del artista con el mundo que le rodea, hacia el que siente, en muchas ocasiones, desapego e incomprensión. Así, Rublev es un artista que ha permanecido casi toda su vida "encerrado" en la seguridad de un monasterio, enteramente dedicado a su arte, y será la circunstancia de salir al mundo (para pintar iconos en Moscú) la que desencadene su profunda crisis artística y vital.

El filme se estructura por medio de una suma de historias, que no episodios (no existe una continuidad lógica entre ellos, aparte de la cronológica), en los que Andrei entra en contacto o simplemente observa la realidad del mundo circundante, dominada pr el poder de unos pocos sobre muchos, las reminiscencias paganas perseguidas por el credo oficial, la guerra y el absurdo de las relaciones humanas. El choque resulta tan grande que Andrei se siente incapacitado para proseguir con su arte, y ante la violencia y abusos desatados que contempla, llega incluso a renunciar al habla, a la comunicación. Será tan sólo el tenaz empeño de un mísero y joven fundidor de campanas el que, con su determinación y fe, logre despertar de nuevo en Rublev la conciencia artística, que en su caso es una razón por la que vivir; "tú fundirás campanas y yo pintaré iconos", le dice al volver a hablar, tras años de silencio.

La composición de la película hace que algunas partes estén más o menos conseguidas, pero en todo caso destaca la brillantez de Tarkovski tras la cámara, con sus bellos encuadres y travellings circulares, algunos vistosos planos cenitales (soberbios en la historia del globo), y principalmente, en toda la realización de la fiesta pagana, de gran hermosura. Los actores hacen una correcta labor, y la ambientación y puesta en escena son en todo momento adecuadas y eficaces. El guión interesa especialmente en los diálogos que sostienen Andrei y Teófanes, que reflexionan acerca del hecho artístico y su adecuación o no en el mundo real.

Por todo lo expuesto, merece la pena acercarse a esta obra diferente, honesta con las preocupaciones íntimas del autor; en ocasiones no logrará el espectador penetrar en su universo, pero incluso entonces le quedará el consuelo de haber contemplado una hermosa reflexión visual, y esto tiene su importancia, pues como escribiera una vez Tarkovski, "el pensamiento es efímero, y la imagen, absoluta".

Luis Betrán (consultando Quatermaid)

lunes, 27 de mayo de 2019

HARAKIRI, DE MASAKI KOBAYASHI (1963)


SEPPUKU

Entre 1960 y 1962), Masaki Kobayashi realiza “La condición humana” (Ningen no joken), un monumento del cine de colosales dimensiones, tanto en lo que se refiere a la calidad como a la duración. Con ella entra ya en la Historia del Cine, no solo japonés sino universal. “La condición humana” es una obra maestra que yo siempre incluiría entre las diez más grandes obras que el cine haya llevado a cabo, amén del más potente alegato antibelicista jamás concebido. Durante muchos años fue el record Guinnes en lo que se refiere a los films más largos, ahora, a 2013, superado por las obras del chino Wang Bing o del filipino Lav Díaz. Películas a contemplar en museos, no en salas, o bien en la comodidad del sillón casero frente al televisor que proyecta el dvd. correspondiente. Y naturalmente en pequeñas dosis. Pero cuando vi por primera vez “La condición humana” en el formato citado en último lugar, confieso que no pude interrumpirla y que prescindí de cenar a mi hora habitual con tal de llegar al trágico desenlace de semejante, y cruel, maravilla. Kobayashi, tras el desmesurado film, – divido en tres partes – se sitúa en la órbita genial de los Mizoguchi, Ozu, Kurosawa, Shimizu, Imai, Kosho……y acaso “La condición humana” tan solo ceda ante “Cuentos de Tokyo” de Ozu o alguna otra película del maestro de maestros del cine japonés clásico. Pero Kobayashi no solo fue el autor de ese portento. Al menos otra obra maestra asoma en su no muy extensa filmografía.

HARAKIRI

“Harakiri nos propuso una bien distinta imagen del samurai a la que estábamos habituados en nuestros escasos encuentros en el cine japonés durante los años 50, 60 y aún 70. El samurai, en tanto que antiguo superviviente de una nobleza guerrera en el Japón feudal, conserva hasta los límites que le son tolerables una dignidad que nada tiene que ver con la mezquindad de otros traidores a su casta convertidos en vulgares guardias pretorianos. Pero el samurai tiene que comer en su lucha por la supervivencia y la de su familia. Se encuentra atrapado en una tela de araña  que no le deja otras alternativas más que la prostitución o el suicidio. Si elige la segunda ha de solicitar permiso a los amos para llevar a cabo el ritual sangriento del harakiri. A veces el samurai ha llegado a un tan absoluto estado de miseria que no posee siquiera su mas preciado emblema: la espada o catana. El joven samurai protagonista de la primera parte del film practicará en su cuerpo el bárbaro suicidio con una espada de bambú, ante las risas y la indiferencia de los mercenarios.

Pero la venganza no se hará esperar y otro samurai envejecido y harapiento solicitará de nuevo permiso para practicar el sepukku ante los mismos espectadores. Tatsuya Nakadai, en cuyo rostro se reflejan simultáneamente el odio, la honradez y un inexorable fatum, revelará la baja condición moral de los samurais traidores, los desenmascarará y deshonrará – con el simbólico corte de coleta – y exterminará a los sicarios entes de hacerse él mismo el harakiri con una sonrisa en los labios, última expresión de dignidad sostenida hasta el fin en un nuevo orden que ya no necesita nobles guerreros sino asesinos sin escrúpulos ni honor.

Resulta difícil acceder a determinadas claves de “Harakiri” por cuento nada conocemos en tanto que occidentales de la historia del Japón medieval salvo algunas tópicas imágenes repartidas en películas de serie que han llegado a las pantallas europeas. “Harakiri” deja vislumbrar una imponente tragedia, solemne y salvaje, que remite a una cultura que nos es prácticamente desconocida. No obstante los personajes de esta película – como los de todo gran drama clásico – adquieren dimensiones universales porque manejan conceptos eternos – la dignidad, la honra, la venganza, la miseria – fácilmente generalizables. “Harakiri” posee asimismo un tono crítico cercano a “La condición humana” y que en vano buscaríamos en muchos films de Kurosawa. Mizoguchi y Ozu jugaron en otras ligas bien distintas.

Masaki Kobayashi – que surgió en las pantallas españolas como un fugaz meteoro del que nada sabíamos y del que nada supimos después de 1968 – filma esta poderosa tragedia en larguísimos planos secuencia que refuerzan el carácter teatral de la película. Un esplendoroso blanco y negro proporciona una intensa luz al peculiar tempo abrumadoramente pausado de “Harakiri”. Imágenes estudiadas y elaboradísimas, a un paso del vulgar esteticismo, de quietud infinita que de repente estallan en violentas sacudidas cuando la pantalla se impregna de sangre. En el arte refinado de Masaki Kobayashi parece reflejarse toda una tradición cinematográfica y teatral – Mizoguchi como más socorrida referencia – despojada de folklorismo y rebosante de emoción, más también el estilo de Kurosawa exento de latiguillos humanistas, e incluso el ya fallecido Oshima avant-la- lettre si pensamos que “Kwaidan” mostró unos fantasmas mucho más bellos que los de “El imperio de la pasión”.

Desgraciadamente no parece que vayamos a conocer otra cosa que no sean los tres films  - “Harakiri” y las muy notables “Kwaidan” y “Rebelión” – que se proyectaron a finales de los años sesenta. Este precario conocimiento de la obra de un presumiblemente muy grande artista, no supone por otra parte menoscabo alguno en la calidad de una película tan extraordinaria como “Harakiri”

Luis Betrán
Zaragoza, 19 de febrero de 1979 (puesto al día con algunas correcciones)

Postscriptum:

Es obvio que a 19 de enero de 2013 sabemos mucho mas de la historia de Japón gracias al cine y, sobre todo, a la literatura y hemos visto otras obras de Kobayashi. Incluso el innecesario remake que perpetró el todoterreno contemporáneo Takashi Mike en unas absurdas 3D. No le quedó mal del todo, pero la emoción está ausente y, aunque se haga muy a menudo, no dejo de pensar que las cimas del clasicismo – acá, allá y acullá – no se deberían tocar jamás,

miércoles, 22 de mayo de 2019

EL ARBOL DE LA VIDA

The tree of life, de Terrence Malick (USA)


No es de recibo el cargarse sistemáticamente una película como he hecho yo con este film sin analizar las causas que me conducen al rechazo. En la esquizoide revista Caimán, máxima valedora de la cinta, apareció un texto abiertamente opuesto a los restantes que me entran ganas de reproducir íntegro ya que lo suscribo en su totalidad. Vino firmado por Angel Quintana y antes de leerlo yo ya detestaba la película pero, sin duda, esa crítica me iluminó no poco las zonas más oscuras del pensamiento ultraconservador americano. Soy de los que piensan que toda película, como toda obra literaria, está ideologizada, guste o no. No creo en el cine por el cine y me interesa mucho más lo que me cuentan que como me lo cuentan.


Terrence Malick no deja de ser el enésimo invento de Cahiers del gran genio del cine mundial que ha de ser necesariamente americano. Antes de él surgieron Gus Van Sant (interesante cineasta, sin duda), David Fincher, Christopher Nolan (funcionarios de Hollywood aptos para encargos a tutiplén, pronto en 3D), James Gray (otro director de la extrema derecha americana, amante de familias unidas y policías incorruptibles). Malick no ha sido ni será nunca un autor. Observese el "parecido" entre su primera película, la estimable "Badlands", la incomprensible y descacharrante "La delgada línea roja" o este lindo y divino arbolito. Tampoco el estilo o la "puesta en escena" tienen nada en común. "El árbol de la vida" imita vergonzosamente a Kubrick en un prólogo sobre la creación del mundo digno del peor episodio de National Geographic.


La "historia" de la familia de Waco (lugar natal del director ubicado en Texas) es la de un padre duro pero bueno, una madre sufrida pero esposa modélica y unos hijos idiotas - tanto el angelical que morirá en la guerra ¿de Corea?, como el orejudo algo rebelde que de mayor se convertirá en Sean Penn, dejando a un lado a un tercero visto y no visto. Evidentemente está bien filmada, lo contrario seria absurdo dado que no hay guión con un mínimo de elementos discordantes que hubiesen exigido alarde alguno en su plasmación. El epílogo ni aún eso. Es el "mensaje" y con un paisaje arenoso y el deambular de Sean Penn reencontrandose a sus seres queridos, que son todos ya que nos hallamos en el mismísimo Cielo al que todos iremos a parar trás la parusía porque aunque en nuestras vidas no siempre hayamos sido buenos la gracia divina nos ha acompañado, iluminado y perdonado los pecados mortales o veniales. God Bless America. Por cierto convendría recordar que hay tres Américas: del norte, del centro y del sur. Ni he estado ni estaré nu8nca en Estados Unidos. Soy rotundamente antimperialista y antinacionalista.

Luis Betrán

jueves, 16 de mayo de 2019

Los hermanos Sisters

La utopía y el gesto

Si algo caracteriza a la carrera de Jacques Audiard es su marcada coherencia. Una coherencia tanto a nivel interno (el francés siempre ha mantenido constantes en su escritura, realizada en su mayor parte junto a Thomas Bidegain) como con, al menos en el caso de The Sisters Brothers (2018), su última película, un cierto western contemporáneo. Un filme interesante en la construcción de esa doble cohesión, y que al mismo tiempo presenta ciertas peculiaridades que, pese a no ofrecer reflexiones necesariamente nuevas, si impregnan su obra de un hálito de sincero humanismo, especialmente en dos aspectos: la utopía y el gesto. Presentada en el Festival de Venecia, la película venía acompañada de cierto interés por ser la obra posterior a Dheepan (2015), sorprendente ganadora de ese año en Cannes. Coproducción española, rodada entre Almería, Pamplona y Rumanía, adapta la novela de Patrick deWitt y parte del interés del actor John C. Reilly, que ejerce como productor y se reserva uno de los papeles más interesantes de la cinta, donde comparte protagonismo con algunos de los actores anglosajones en mejor forma de la actualidad (Joaquin Phoenix, Riz Ahmed y Jake Gyllenhaal). Juntos encarnan a los personajes de una historia solo aparentemente sencilla y transitada por el género: dos hermanos de fisicidad y caracteres opuestos, el gigantón melancólico (Reilly) y el tragicómico violento (Phoenix), distintos también en sus deseos de continuar con una vida violenta o retirarse a una granja-arcadia. Un contrato para atrapar a un técnico huído (Ahmed), poseedor de un secreto de vital importancia se antojará como un último trabajo que permita el parcialmente ansiado retiro. Como telón de fondo, la transformación de una sociedad que deja atrás el tiempo del wild west para abrazar con decisión la democracia, la urbanización y los nuevos avances técnicos. Nada, en principio, no visto en otros últimos viajes por tiempos crepusculares como los que ofrece Wild Bunch ( Grupo salvaje1969, Sam Pekimpah).

En Venecia, donde el filme alcanzó cierto reconocimiento crítico y se alzó con el premio a la mejor dirección, compartía selección con otro western, The Ballad of Buster Scruggs (2018), que se llevaría finalmente el premio al mejor guion. Junto con la película de los Coen - que no he visto - y otros títulos recientes, como Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, 2015), en esta ocasión premiado en Sitges, The Sister Brothers ha ayudado a conformar un pequeño mapa de títulos cuyo lugar común es su voluntad de tomar caminos menos transitados por el género, optando para ello por una vía intermedia entre la iconoclastia posmoderna y respeto reverencial al canon del western. Ya sea desde la violencia más seca y áspera, como en el caso de Bone Tomahawk, de la diversa y ejemplar antología de los hermanos Coen o el realismo humanista y pausado de Audiard, todas ayudan a un género siempre en estado potencial de rejuvenecimiento. En el caso de The Sister Brothers, el acento se sitúa en un respeto por los tiempos y formas de la época, que, sin la necesidad incapacitante de veracidad de una recreación historicista, si intenta mostrar su interés por esquivar ideas preconcebidas. Impecable en ese sentido la forma de tratar los retrasos en las comunicaciones o la temporalidad y fisicidad de viajes y enfrentamientos (estimable el tiroteo nocturno que abre la película). Un tipo de aproximación que, guardando las distancias de tono, muestra similitudes con títulos como Open Range (Kevin Costner, 2003).

El resultado no es solo una película en conexión con cierta vanguardia del western contemporáneo, también es una obra que tiende puentes con los anteriores filmes escritos por Audiard y Bidegain. Juntos y pese a las distancias respecto a tema y ambientación, han desarrollado una filmografía marcada por la continuidad de muchos de sus personajes: ya sea en un thriller carcelario como Un prophète (2009), convertido con los años en película de culto; un drama suburbano como Dheepan, con la emigración como telón de fondo o un western como The Sisters Brothers (2018), todas comparten un tipo similar de protagonista: aquel que intenta huir de forma activa y sin éxito, de la violencia reinante tanto en su interior como en su entorno más cercano. Una tensión interna compartida por el grandullón interpretado por Reilly, fascinado como un niño por los nuevos avances de la técnica (como en la delicada escena del cepillo de dientes) y en constante huida del camino marcado por su dominante y violento hermano. Pero también en el caso de Dheepan, ese prófugo de la violencia sectaria, de nuevo de actualidad en Sri Lanka, que encuentra un panorama de desoladoras similitudes en los degradados banlieues franceses. Y no menos célebre el caso de Malik El Djebena, en una permanente guardia respecto a su habilidad para el mundo criminal tan bien resumido en el final de Un prophète. The Sisters Brothers también encuentra espacio para desarrollar un discurso propio, de un modo interesante, sobre la utopía y el gesto fraternal.

Así, del mismo modo que Inside Llewyn Davis, de los Coen, reflexionaba sobre todos aquellos músicos que, en el Greenwich Village de los 60 pudieron ser Dylan (y no llegaron a serlo), la película pone en pantalla aquellos proyectos utópicos de organización colectiva, otras américas que pudieron ser y quedaron relegadas por el camino. Un proyecto utópico, financiado por un nuevo método científico de encontrar oro, que transformará las fidelidades entre perseguidos y perseguidores y que le servirá a Audiard para reivindicar la expresividad de una de las principales vetas del género, la amistad y la camaradería masculinas. Sorprende aquí el candor con el que se exponen las ideas políticas y resulta creíble la seducción y el vínculo que estas crean progresivamente dentro del heterodoxo grupo de pioneros.Esta idea fraternal funciona a nivel político, pero también lo hace en la forma en que la relación entre ambos hermanos se desarrolla a nivel íntimo. Propiciada por la habilidad actoral de Phoenix y Reilly, vemos un catálogo de gestos (la forma en que se agarra una tijera para cortar el cabello durante una conversación trascendental), miradas (las que suceden en campo, pero también aquellas que no) y silencios cargados de significado, que dotan de veracidad y categoría dramática a lo mostrado en pantalla. El resultado final es una película que, a tenor de lo demostrado por sus datos de taquilla y su repercusión crítica durante el año, puede ser fácilmente minusvalorada. Pero bajo su apariencia de título menor y alejado de la épica, a una distancia no demasiado alejada de la superficie, se esconde una historia de profunda y sincera verdad, cargada de un cada vez más necesario humanismo.

Luis Betrán