El
genial Stanley Kubrick siempre dijo en sus contadas entrevistas que su
cineasta favorito era Max Ophüls. Y, de hecho, su última película la
maravillosa "Eyes wide shut" fue, en ciertos aspectos, un homenaje a
Ophüls, adaptando un relato de Arthur Schniztler escritor vienés que
tambien había sido la base de uno uno de los monumentos inmortales del
cine de Ophüls (La ronde), dierctor austríaco que filmó películas en
Alemania, en su país natal, en Italia, en Francia y en el mismísimo
Hollywood.
MAX OPHÜLS
El mismo año que David Lynch estrenó
Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), película inequívocamente
referencial del modo de representación postmoderno, Andrei Tarkovski
concluyó su filmografía con Sacrificio (Offret, 1986), un film
voluntariamente atemporal, ajeno a cualquier tentación de insertarse en
su presente. Esta decisión de Tarkovski de dar la espalda al
presenteísmo -como diría Michel Maffesoli [1]- se hace también patente
en la obra de Max Ophüls, especialmente en sus últimas cuatro películas
rodadas ya en la primera mitad de la década de los cincuenta del siglo
XX, en los albores de la Modernidad. El gesto antimoderno de Ophüls,
condensado en su deseo de avanzar “mirando el retrovisor” -como escribió
Sartre a propósito de Baudelaire [2]- , es subrayado en el prólogo de
El placer (Le plaisir, 1952) cuando la voz en off del narrador -el
escritor Guy de Maupassant, interpretado por Jean Servais-, todavía
sobre la pantalla en negro, nos dice: “Comprenderán mi preocupación. Mis
cuentos son antiguos y ustedes terriblemente modernos, como se decía en
mis tiempos. En fin, veremos qué pasa”.
Pasara lo que pasara con
la respuesta del público -de hecho, El placer fue en su momento
recibida con frialdad- , las películas de Ophüls permanecieron ajenas a
la irrupción de la Modernidad, resistiendo las tentaciones del estilo
del momento; y, sin embargo, se inscriben sin demasiadas tensiones en su
tiempo e incluso en los modos de producción de cada país en el que
trabajó. Curiosamente, quizá el único film de los suyos en el que
podamos advertir trazas del Neorrealismo aún por llegar sea La mujer de
todos (La signora di tutti, 1934), su única contribución al cine
italiano, cuyo caótico inicio parece prefigurar el posterior
abigarramiento felliniano, al tiempo que recuerda el barullo popular de
las comedias de los teléfonos blancos. Pero aunque exista cierta
permeabilidad a las convenciones del modo de representar de cada país en
el que filmó -las influencias expresionistas de sus películas alemanas,
la inmersión en las convenciones del melodrama y el film noir en sus
filmes americanos, el aire de qualité de sus filmes franceses así lo
atestiguan-, cada película de Ophüls contribuye a jalonar un estilo
reconocible, inmerso en una filmografía propia -pese a su itinerancia-
alejada de cualquier intento de fabricar “piezas de repuesto” para la
industria. [3]
El estilo, calificado por algunos en su momento de
barroco, pomposo y repleto de arabescos -como señala Jacques Rivette en
su artículo La máscara [4]-, es, sin duda, la cuestión fundamental de su
cine; aunque el propio Ophüls rehuyera las explicaciones sobre sus
posibles claves -como hoy en día hace Lynch en las entrevistas-,
consciente de que “cuando uno define algo que está lleno de secretos es
posible que destruya su belleza” [5]. Su estilo es, según propia
definición, un no-estilo, algo que reinventa para cada película, el
producto de los dolores de estómago impuestos por la tensión ante la
dificultad [6], ante el miedo de partir de cero con cada historia. Y,
sin embargo, son precisamente sus largos planos-secuencia (Ophüls
confiesa sentir un choque con cada corte y por eso trata de evitarlos
[7]), conducidos por sinuosos movimientos de cámara que revelan el
espacio por el que transitan, ajenos a nuestra mirada, sus
protagonistas, los que nos permiten reconocer instantáneamente un film
de su autor, aunque no lo hayamos visto antes.
En unas
declaraciones a la revista Filmforum [8], el propio Ophüls explicó el
secreto de su cámara deambulatoria, revelando que “nunca construyo una
escena en un decorado, sino que hago construir el decorado a partir de
la escena. Digo a mis arquitectos: ‘para esa escena necesito un largo
pasillo, para aquella una ancha escalera’ ”. La eterna dicotomía
realidad-representación se solventa en su cine con la sublimación de la
obra de estudio, la única forma de llevar a cabo la sucesión de imágenes
soñadas que, para él, son el punto de partida de cualquier film. La
realidad o el presente son expulsados del encuadre, en favor de la
representación de lo sublime, algo atemporal y planeado meticulosamente
por el creador; como más adelante ocurrirá en algunas obras mayores de
Michael Powell y Emmerich Pressburger o en parte del cine de Kubrick.
Sus itinerarios -Rivette los definió como “itinerarios espirituales”
[9]- son el reflejo de los vaivenes emocionales de sus protagonistas.
Con sus alambicados planos-secuencia consigue filmar los sentimientos
directamente, sin necesidad de explicaciones narrativas ni subrayados
emocionales, haciendo suyo el depurado arte de los pioneros del cine
mudo elogiado por Hitchcock en las conversaciones con Truffaut. [10]
La
voluntad de Ophüls de “mirar el retrovisor” a la que aludía
anteriormente se materializó en su interés por incorporar a su cine
algunos de los hallazgos de las artes preexistentes, reivindicando al
tiempo la especificidad del cine como medio de expresión artística que
él concebía separada del teatro y de la vida. De la música, tomó el
interés por el tempo como modulador del film (en sus guiones, Ophüls
añadía acotaciones musicales para reseñar el rimo de una escena), que
culmina en la creación de una serie de filmes coreográficos, en los que
el movimiento al son de la música se convierte en la forma idónea de
mostrar el tránsito de los sentimientos. Así lo vemos en los famosos
bailes de Madame de... (íd., 1953), La mujer de todos o el primer
episodio de El placer; en las numerosas escenas en la pista de circo de
Lola Montes (Lola Montès, 1956), o en la escena del tiovivo de La ronda
(La ronde, 1950).
Del teatro, tomó las convenciones de la
arquitectura del relato (llegando incluso a segmentar el film en actos,
como hace en La mujer de todos). También la literatura sirvió idealmente
a sus propósitos ofreciéndole la urdimbre de una historia, el resorte
creativo que dará lugar a la sucesión de imágenes que guiará la
posterior búsqueda del estilo de la película. Sus querencias literarias
quedan convenientemente reflejadas en algunos de sus últimos filmes, en
los que adapta novelas y cuentos de Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Guy
de Maupassant o Louise de Vilmorin. Pero, sobre todo, en su cine
parecen emerger las preocupaciones de un filósofo, o al menos de un
ensayista, las mismas que tiene el Stendhal de Del amor [11] cuando
aborda el asunto amoroso como un objeto de estudio.
A Ophüls le
interesa filmar el “metafísico injerto” que describe José Ortega y
Gasset en Amor en Stendhal [12] como “el amor en el que un ser queda
adscrito de una vez para siempre y del todo en el otro ser”. Sus filmes
nos muestran a personajes zozobrados por el discurso amoroso que les
sobreviene como una enfermedad, como una fuerza que les arrebata la
voluntad. En sus largos travellings dedicados al baile asistimos a la
reveladora transformación del “amor placer” -ese amor delicado, de buen
tono, un amor color de rosa que excluye la pasión y la espontaneidad,
representado ejemplarmente por las convenciones del vals- al “amor
pasión”, que arrebata a los ingrávidos amantes, mientras el mundo parece
esfumarse a su alrededor. La cristalización amorosa descrita por
Stendhal es mostrada en todo su éxtasis en la cristalización del estilo
del director que supone el movimiento circular alrededor de los amantes,
concentrados únicamente uno en el otro. El deseo cristaliza, pues, en
lenguaje cinematográfico, mientras las imágenes describen las distintas
épocas del amor categorizadas por Henri Beyle. A la cristalización
amorosa, sigue la duda o el remordimiento -es decir, los cristales rotos
del amor- y, a causa de ello, sus personajes quedan desamparados
mostrando su sufrimiento desnudo ante el espectador a causa de la
inesperada reacción del amante, como ocurre en películas como Madame
de... o Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948).
En ocasiones, el sufrimiento incluso se plasma en lo físico, como
podemos observar en el cuerpo sacudido por el espasmo de la ira y el
dolor del multimillonario Smith Ohlrig (Robert Ryan) en Atrapados
(Caught, 1949); o en el cuerpo doliente, postrado en el quirófano, de la
estrella Gaby Doriot (Isa Miranda) en La mujer de todos.
Quizá, a
causa del empeño de Ophüls por reflejar algo tan intangible como ese
mágico momento de la cristalización stendhaliana y su posterior
desvanecimiento, Martin Scorsese confiesa que no entendió nada de Madame
de... la primera vez que la vio, siendo aún estudiante. En un breve
texto sobre el director, Scorsese hace suya la afirmación del crítico
Andrew Sarris, quien afirma que nunca debería mostrarse una película de
Ophüls a alguien menor de treinta años [13]. Seguramente, sus películas
sólo puedan ser entendidas realmente por aquellos que, como dice
Stendhal en el primer ensayo de prólogo de Del amor, ya “tuvieron o
buscaron tiempo para hacer locuras” [14], las locuras del amor.
Notas:
1.
Término utilizado por el sociólogo francés para expresar la
sacralización del presente y sus valores en Iconologías. Nuestras
idolatrías postmodernas, Barcelona: Ediciones Península, 2008. [Volver
arriba]
2. Citado por Antoine de Compagnon en Los antimodernos, Barcelona: Acantilado, 2007. [Volver arriba]
3.
A propósito de un tipo de cineastas a los que califica de “escritores
de guiones”, o como mucho “ayudantes de la acción”, Ophüls afirma:
“Ellos producen piezas de repuesto para nuestra industria, pero nunca
inventarán un motor para ella”. El placer de ver, artículo recogido en
el libreto de la edición especial coleccionista de Madame de..., Versus
Entertainment. [Volver arriba]
4. Artículo recogido en el libreto de la edición especial coleccionista de Madame de..., Versus Entertainment. [Volver arriba]
5.
Declaraciones recogidas en el libreto de la edición especial
coleccionista de El placer. Versus Entertainment. [Volver arriba]
6. Ídem. [Volver arriba]
7. Ídem. [Volver arriba]
8. Ídem. [Volver arriba]
9. También en La máscara. [Volver arriba]
10.
“Las películas mudas son la forma más pura del cine. (...) Cuando se
cuenta una historia en el cine, sólo se debería recurrir al diálogo
cuando es imposible hacerlo de otra forma. Yo me esfuerzo siempre en
buscar primero la manera cinematográfica de contar una historia por la
sucesión de los planos y de los fragmentos de película entre sí”
Truffaut, François: El cine según Hitchcock, Madrid: Alianza Editorial,
1998. [Volver arriba]
11. Stendhal: Del amor, Madrid: Alianza Editorial, 2003. [Volver arriba]
12. Ensayo recogido en la citada edición de Del amor. [Volver arriba]
13. Scorsese, Martin: Mis placeres de cinéfilo, Barcelona: Ediciones PaIdós, 2000. [Volver arriba]
14. En la citada edición. [Volver arriba]
Fuentes:
las citadas en las notas, y William Karl Guerin, en dos ejemplares del
la revista francesa Cahiers du Cinéma, a quienes doy las gracias.
Luis Betrán